sábado, 11 de diciembre de 2010

Derrotado

Hoy descubrí que las carreras no sólo se corren, sino que también se pierden.
Salía con la intención de acercarme a los 45 minutos. Arranqué con fuerza, siguiendo el ritmo que me había planteado, a unos cinco metros de unos niños (pequeños cracks) que corrían con el padre de uno de ellos. Cuando pasamos por Chula me pareció que el cuerpo no respondía demasiado bien, que andaba demasiado justo de fuerzas. Aún así, trato de apretar y seguir enganchado al grupo de los niños. Al pasar por el kilómetro 4, hago el primer parón. Unos metros de caminata para oxigenarme. En ese momento, ya me había ido un poco por encima del ritmo planteado, pero todavía estaba suficientemente cerca. Cruzamos la pasarela del lago y comenzamos la segunda mitad de la carrera. Poco a poco íbamos aflojando el ritmo, mis niños-liebre y yo mismo. La cabeza no dejaba de apretar, pidiendo que parara. Segundo tramo de trote cochinero para volver a coger aire. En la segunda cuesta del Block House me encuentro a Patri y a Mendi, que animan como campeones, pero yo iba ya con el gancho. Pero claro, al verles, no podía parar. Así que seguí por el camino de tierra, siempre a poca distancia de mis chicos. Un par de giros más y llegamos al fatídico kilómetro 7: pocas fuerzas y el ritmo clavado a mi mejor tiempo en 10 km (33:34). En ese momento, la cabeza y el cuerpo vencen a mi ánimo, el único que quedaba en pie. Los dos traidores me dicen que para qué voy a matarme para llegar en 49 o 50 minutos. Así que en ese momento de debilidad, me doy la vuelta, la primera vez que me ocurre, y me voy a buscar a Silvia. En el camino, no dejo de darle vueltas a si debía haber seguido, si era un cobarde... En fin, derrotados el cuerpo, la cabeza y el orgullo, el que más duele.

Ahí comenzó mi segunda carrera. Encuentro a Silvia trotando bastante despacio, por encima de los 6:35 por kilómetro. Nos quedan unos 4 kilómetros para la meta. Al principio no hablo demasiado porque seguía dando vueltas a mi carrera en la cabeza. En cuanto apretaba un poquito, me marchaba 3 o 4 metros por delante, así que bajo el ritmo y seguimos juntos. Por fin, cuando llegamos al noveno kilómetro, encuentro una motivación. Vemos a un grupito que va por delante y a otro corredor que parece bastante cascado. Animo a Silvia a que les cacemos. Aprieta los dientes y les pasamos en unos pocos metros. Tras una pequeña crisis en la entrada de Ciputra, el Beverly Hills de Hanoi. Vuelvo a animarla al ver a otros tres corredores unos metros por delante. Le digo que piense en algo que la motive, una película, una canción... Y me pide que le tararee Carros de Fuego. Así entramos en UNIS, a pocos metros del final, yo tarareando (o destrozando) la banda sonora de Vangelis y Silvia apretando los dientes y la zancada. Adelantamos a una corredora y llegamos a la meta en mis 10 kilómetros más lentos, 1 hora 6 minutos y 14 segundos. Eso sí, gracias a esta segunda carrera he recuperado el ánimo.

Ahora, la cabeza traidora o, más bien, el orgullo derrotado me pide volver a correr, vengarme de esta carrera. En febrero, volveremos a vernos.

N.A. Es la primera vez que Carmen no está a mi lado, corriendo o animando. Esa ausencia seguramente ha tenido algo que ver con el resultado final...

viernes, 10 de diciembre de 2010

El fin de la historia

Francis Fukuyama escribió un libro titulado "El fin de la historia" que auguraba el final de las ideologías tras la caída del muro de Berlín. En la década de los noventa, su teoría disfrutó de éxito entre políticos y sociólogos. Últimamente, sin embargo, su teoría ha recibido más críticas.

Ayer, mientras escuchaba a una representante chino del Miniterio de Asuntos Civiles (Asuntos Sociales en España), se me ocurría otra interpretación a raíz del título del libro. En Europa Occidental y en Estados Unidos nos hemos acomodado en ese escenario del fin de la historia, como si ya todo estuviera sabido, como si no quedara nada por hacer. Las trincheras intelectuales ya están definidas y todos sabemos de antemano qué va a defender uno y otro lado. Ninguno quiere sorpresas.

¿Por qué pensaba esto? ¡Porque los chinos (y los vietnamitas) son diferentes! Probablemente por su percepción de que aún están en proceso de cambio, de que aún no han llegado a ese fatídico estadio del fin de la historia, donde todo se sabe, ellos prueban y corrigen. ¡Experimentan! La representante del gobierno contó hasta cinco programas piloto que habían probado en distintas regiones. Unos no daban los resultados esperados, así que se descartaban. Sin embargo, cuando uno se demostraba válido, inmediatamente se convertía en una medida nacional.

Prueba y error, experimentar y buscar alternativas. ¡Bah! ¡Con lo cómodo que se está en las trincheras del fin de la historia!

viernes, 3 de diciembre de 2010

Una película de espías

¿Cómo titularía John le Carre el guión?¿Washington Connection? ¿Espía a quien puedas (homenaje a Leslie Nielsen)? Segun el NYTimes, desde la oficina de la Secretaria de Estado de EEUU (Hillary Clinton) se instó a los diplomáticos estadounidenses a que recogieran informacion sobre las actividades del personal de las Naciones Unidas: “internet and intranet "handles", internet e-mail addresses, web site identification-URLs; credit card account numbers; frequent flyer account numbers (¿qué harán con los números frecuentes? ¿nos quitarán millas?); work schedules, and other relevant biographical information”. No es la primera vez; en 2003 diseñaron un plan para acceder a las cuentas de correo y los telefonos de los miembros del Consejo de Seguridad.

Ahora que trabajo en uno de los objetivos de la diplomacia americana, me pregunto si debería tener cuidado cuando hable con mis colegas estadounidenses (todavía no está claro si la orden se llegó hasta los americanos que trabajan en la ONU). Pase lo que pase, hemos descubierto que vivimos rodeados de potenciales Sean Connerys y Michelle Pfeiffers.

Sólo espero que la próxima vez el espía malo sea americano.

N.A. Es posible que tengan controlado este blog. Tengan cuidado.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Sobre edades, siestas y espías (primeras impresiones)

¿Cuántos años tienes? ¿A que ninguno de vosotros se imagina haciendo esa pregunta a su jefa nada más conocerla? Así empiezo yo mi ronda de presentaciones. Las colegas se sorprenden porque conocen las costumbres occidentales y no les encaja que les pregunte eso. Pero tanto ellas como yo sabemos que en Viet Nam es fundamental saber la edad porque eso nos aclara quién es el joven (em) y quién es el mayor (chị/anh). Aún así, cada vez que me dirijo a ellas como chi o em, sonríen sorprendidas.

Al presentarme a mis compañeras viets chapurreo las frases aprendidas. Ellas me miran con una mezcla de alegría, sorpresa y susto. Una vez recuperadas me espetan: ¡pero..., entonces, vas a entender lo que nos contamos entre nosotras! ¡Vas a espiarnos! Les sonrío mientras recuerdo el refrán: cree el ladrón que todos son de su condición.

Hoy fui a mi primera reunión con el Viceministro y todo su equipo. Habíamos quedado a las 2 de la tarde. Interviene durante 30 minutos el señor D peinado al estilo Anasagasti, cara arada por las arrugas, dedos artríticos y cabeza chata. ¡Menudo tostón! Miro a mi alrededor. El Viceministro toma notas ordenadas en su cuaderno, como un buen estudiante. Sus manos están bien cuidadas, gracia a una manicura reciente. Poco a poco comienza a hacer efecto la comida y el sopor del discurso que camina hacia ninguna parte. El asesor del ministro cierra los ojos, pega un respingo y me mira con una cara mezcla de aburrimiento y de sueño. Su secretario, desparramado en una silla algo apartada, duerme profundamente desde hace un rato. Nadie parece enojarse y le dejan dormir a pierna suelta. ¡Qué envidia!, pienso yo, mientras sigo anotando los desvaríos del Anasagasti vietnamita.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

El otoño

Los edificios ya no son amarillos, los árboles perdieron el verde y las motos son todas iguales. Todo es gris. Los motoristas se protegen del frío, encogen el cuello y resguardan la mano izquierda. Los árboles de Hoang Dieu pierden las hojas que vuelan por última vez. Los policías intentan ordenar el caos haciendo señales en el cruce de Dien Bien Phu. En el cruce del Templo de la Literatura, los desesperados atajan subiéndose por la acera. Todos corren, aunque no saben por qué.

Corriendo por la mañana a la oficina. Volando por la noche a casa. Siempre con la cabeza gacha.

A mí también me llegó el otoño.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Se acabó

Empezamos por el final. Hoy ha sido mi último lunes al sol: mi año... sabático acaba de terminar. Llegué en octubre sin saber muy bien cómo me enfrentaría a la nada (¿sabéis que nada proviene de nacer?), a la soledad y a la falta de un horario. Hoy, echo la vista atrás y descubro un collage inolvidable, repleto de sorpresas y conquistas personales: los Tres Reinos, el GMAT, el primer dan de kung fu, la moto, Matterhorn, mi primer viaje solo por Vietnam a Hué, las clases de vietnamita con Nga, el artículo para Elcano, los relatos de Kipling, las comidas con Mendi, la edición del informe de Vietnam, los chicos de Blue Dragon, los desayunos y las cenas, el viaje por el Norte, mis primeras bromas vietnamitas, el entrenamiento intensivo de kung fu en Saigón, Thiet, algunos días grises, explorar Hoi An y Nha Trang con Carmen, la ilusión y la preocupación por las visitas, Beijing, los partidos de los martes o jueves, mi récord de 10 km, la historia de China, el curso de escritura y, por supuesto, este blog.

Terminamos por el principio. Mañana voy a trabajar. Empiezo de la nada. A ver si vuelvo a nacer.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Encuentros y desencuentros

El domingo recuperé mi espíritu aventurero y decidí explorar un nuevo rincón de Hanoi, el parque Indira Gandhi, a casi nueve kilómetros de nuestra casa.

El parque es bastante feo: un lago artificial, pocos árboles y mucho adoquín. Con la calma que sólo nos envuelve algunos días, recorrí el borde del lago, donde descubrí a un grupo de hombres de mediana edad arremolinados alrededor de dos gallos, que peleaban, pero sólo (igual debería quitarle esta tilde que según la RAE ya no necesita...) de entrenamiento, como me aclaró uno de los espectadores. Dentro de unos meses estarían listos para pelear y, sobre todo, para que los viets sacien uno de sus vicios, apostar. Tras un par de minutos de breves vuelos, zarpazos y picotazos inocuos me aburrí y seguí mi camino.

En el otro extremo, encontré por fin mi objetivo inconfesado: una partida de ajedrez chino o xianqi. Dos señores mayores, en cuclillas, se enfrentaban en un tablero, que no es tablero, dibujado en un trozo de plástico con líneas, que no son líneas, color azul de boli barato. Como es costumbre en Vietnam, me senté a su lado, interesado por seguir mejorando mis conocimientos del juego. Al poco tiempo, nos acurrucábamos cuatro viets poco jovencitos y yo mismo. Sorprendentemente, ninguno de los espectadores se dedicó a moverle las fichas a alguno de los jugadores o a gritarle el movimiento que debería haber hecho (los viets aceptan mucho mejor que nosotros las intervenciones de los no jugadores). Al empezar la segunda partida, noté que uno de los jugadores farfulla algo sobre los người nước ngoại, es decir, sobre los extranjeros, es decir, sobre el menda lerenda. Traté de entender, infructuosamente, pero su cara denotaba que no intentaba hacerse mi amigo. Ninguno de los espectadores le replicó, o eso me pareció. Aún así, siguió calentándose, hasta que, como el del anuncio del Scattergories, cogió su juego y se marchó. Se batieron en retirada todos menos un vietnamita que, posiblemente por pena y porque chapurreaba inglés, se quedó a mi lado.

A pesar de mis preguntas, el Sr. Norte, pues así se llamaba el buen hombre, no quiso profundizar en los comentarios del jugador enojado. Sólo comentó en vietnamita que tenía un problema en la cabeza (vấn đè đầu óc) y que su reacción era consecuencia de la educación recibida. Gracias a mi buen estado de ánimo, no le di mayor importancia y continué la conversación con Mr. Norte, abogado de 42 años y padre de dos niños. Cerramos nuestro curioso encuentro, surgido de un desencuentro, intercambiándonos los móviles y emplazándonos a tomar un café.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Creer o no creer

[modo filosófico-amateur: on]
No nos atrevemos a creer. Vivimos con miedo a apostar por algo que resulte no ser lo que creíamos, que no sea perfecto. Como no hay nada perfecto a nuestro alrededor, terminamos por no creer en nada. Y nos volvemos cínicos, resabiados, gente que está de vuelta de todo. Nos convencemos a nosotros mismos de que, gracias a esa forma crítica de ver la vida, nada nos decepcionará, porque todo nos ha decepcionado previamente. Nada es bueno pero, al menos, nosotros ya lo veníamos diciendo.

Ante esa postura cínica cómoda, me emociona pensar que hay gente que apuesta por creer (algunos amigos...). Es un ejercicio que requiere un enorme esfuerzo emocional: creer cuando no hay razones para ello. ¿Por qué creer si X funciona mal? ¿o Y es un ladrón? ¿por qué fiarse de la gente, si sabemos que nadie es de fiar, ni nosotros mismos?

Hoy me rebelo por dentro ante ese cinismo que me atrapa y me acuerdo de la canción de Rogelio Botanz, al que me acercó Dani. Hay gente que sí.

[modo filosófico-amateur: off. Prometo volver al mundo vietnamita y no aburrir con mis disgresiones personales]


lunes, 8 de noviembre de 2010

Carros de fuego etíopes

¿Quién no recuerda los entrenamientos por las playas de Saint Andrew? Liddell, Abrahams, Aubrey y Lindsay. Suena Vangelis de fondo, la carne de gallina y el cuerpo nos pide unirnos a ellos, correr y sufrir, en esos pijamas de algodón blanco tan vietnamitas (por cierto, esa fue la primera película que recuerdo ir a ver al cine de pequeño a cambio de dormir la siesta, al Cine La Manga... pero esa es otra historia, que me despisto).

El etíope Haile Gebrselassie, el mejor corredor de fondo de la historia, tuvo que retirarse ayer en el kilómetro 16 de la Maratón de Nueva York y anunció que no volvería a competir. Todavía no está claro si se arrepentirá e intentará llegar a los Juegos Olímpicos de Londres para ganar otra medalla olímpica en la tierra de los cuatro protagonistas de Carros de Fuego. Este pequeño atleta etíope ha dominado los 5.000 y 10.000 metros antes de pasarse al maratón, prueba en la que tiene el récord mundial (para que os hagáis una idea, corre 42 km a menos de 3 minutos el kilómetro).

Resulta que dos días antes del Maratón notó molestias en la rodilla, fue a hacerse una revisión y le detectaron una tendinitis. Los médicos americanos no entendían cómo no había seguido ningún tratamiento en Etiopía. Allí hacen así las cosas, es lo que comentaban sorprendidos. Yo lo veo de otra manera. Veo su sonrisa al correr, su mirada inocente, su falta de fisios expertos que traten su rodilla como la victoria del último corredor amateur. Entonces, veo a Gebr, con su 1,65 m y 55kg sin pensar en cámaras hiperbáricas, ni en tendinitis o fisios. Sólo en correr, siempre un poco más rápido. Mañana por la mañana hemos quedado con Abrahams y compañía para trotar por las playas de Saint Andrews mientras suena Vangelis...

P.D. Este es el documental de su vida. Se llama Endurance. Está partido en ocho capítulos en Youtube. A continuación, el comienzo de Carros de Fuego (subid el volumen!).


lunes, 1 de noviembre de 2010

Libros del primer año en Vietnam

Matterhorn: A novel of the Vietnam War, Karl Marlantes
El mejor libro del año. Suena a auténtico. A pesar de ser una novela de ficción transpira realismo. El lector puede sentir la angustia de un soldado americano en la Guerra de Vietnam y sus dudas, pero, más importante, te ubica en el ambiente, en la humedad, la lluvia, los insectos, la niebla... Te transporta a un mundo que casi ha desaparecido (como consecuencia del Agente Naranja y la explotación forestal posterior). El principal defecto del libro es que en algunos momentos los personajes reflexionan demasiado, a pesar de estar en mitad de una guerra y del miedo que debía sentir. Eso es poco realista. Creo que el autor pone en boca de los personajes sus reflexiones reposadas, con la perspectiva que le da el tiempo.

Three Kingdoms, Luo Guanzhong
Casi 1700 páginas. Comencé a leerlo en febrero y terminé en septiembre. Es una enciclopedia de cultura política china. Explica las tensiones entre los legalistas y los confucianos, la obsesión con el honor, el sacrificio de uno mismo y su familia, el culto a la personalidad de los líderes, el realismo político, las alianzas y las traiciones, la importancia de la familia y la tradición, los antepasados, la ausencia de los dioses... Es una epopeya de un perdedor y un libro impregnado de moral china, que advierte a los traidores de su oscuro destino. Es una historia que ensalza el papel de un aspirante al trono de Emperador en el siglo III d.C. a pesar de haber fracasado. ¿No es curioso? Nadie recuerda con cariño al vencedor, sino al vencido. ¡Qué diferente de otras culturas que aborrecen y olvidan a los perdedores!

Verano, Coetzee
Tercera autobiografía de Coetzee, premio Nobel de literatura en 2003. Me encantó al principio y poco a poco fue perdiendo fuerza. Lo mejor, la voz que elige el escritor. La biografía no la cuenta él mismo en primera persona y en pasado, como corresponde, sino que decide contarla a través de personas importantes en su vida. Un periodista entrevista a dos antiguas amantes, una prima y la madre de una alumna. Me parece un ejercicio interesantísimo y arriesgadísimo. ¿Qué diría una ex sobre nosotros 20 o 30 años después? Eso es lo que se ha planteado Coetzee.
Lo peor es que la historia que cuentan es algo débil, falta de gancho. Echo de menos el conflicto y no creo que sea porque él tuviera una vida monótona. Creo que lo ha evitado. Una pregunta final ¿por qué no entrevista a su padre con quien convivió durante muchos años? ¿Por miedo?

War Trash, Ha Jin
Otro libro de guerra. En este caso, la Guerra de Corea, contada desde el punto de vista de un soldado chino que se enfrenta a las tropas americanas. Muy flojo en comparación con Matterhorn. El autor realmente quiere centrarse en la vida en el campo de prisioneros pero, en lugar de empezar por ahí te lleva durante 50 páginas por algunas batallas que no parecen interesarle lo más mínimo. Dos detalles interesantes no literarios. Una conversación entre el soldado chino y un marine. El chino saliva sin parar cuando escucha que en Estados Unidos todo el mundo puede comer pollo, un manjar para los chinos, que en esos años mataban por poder comer hasta las garras de los pollos. Por el contrario, el chino le contaba que en su pueblo la gente desechaba las ostras como una comida corriente, ante la sorpresa del soldado americano.
La otra historia curiosa es que el régimen comunista chino maltrató a los soldados que habían participado en la guerra y habían caído prisioneros. Según su lógica, habían traicionado su compromiso al no luchar hasta la muerte...

Ho Chi Minh: A life, William J. Duiker
Mi primer libro en Vietnam. Quizás debería volver a leerlo, ahora que puedo ubicar mejor a los personajes. Tengo el recuerdo de que el libro fuera demasiado extenso, algo lento. Lo más llamativo es la decisión de Ho Chi Minh de no pelear por el poder ejecutivo, a diferencia de los demás revolucionarios históricos (Lenin, Mao, Fidel). Esa decisión de alejarse de las decisiones mundanas le han permitido salvaguardar su legado.

lunes, 25 de octubre de 2010

¿Suicidarse es de asiáticos?

"Mi padre se rendirá mañana, violando los altares sagrados. Pero antes que arrodillarme ante un extraño, moriré para poder presentarme sin mancha ante el soberano del submundo. Ante esta reflexión su mujer le respondió: en verdad eres noble al buscar una muerte tan apropiada. Permítame que le preceda. Mi señor morirá por si padre, y yo moriré por mi marido. De esta manera, ambos cumpliremos nuestra responsabilidad. Sin decir palabra, se suicidó. Acto seguido, Liu Chan asesinó con sus propias manos a sus tres hijos. Finalmente, se cortó el cuello ante el altar de sus antepasados."
Traducción libre de un fragmento de los Tres Reinos, de Luo Guangzhong

El 23 de mayo de 2009, Roh Moo-hyun, antiguo Primer Ministro de Corea del Sur se suicidó lanzándose por un acantilado. Había sido acusado de corrupción. Durante meses, se sucedieron los suicidios entre miembros de la clase política coreana.

Según algunos expertos, el sentido del honor, el "salvar la cara" e, incluso, la pertenencia a una comunidad son factores culturales que explican por qué en Asia se registran más suicidios que en otros continentes. Curiosamente, la organización social comunitaria provoca que los individuos "manchados" quieran, con su suicidio, evitar que sus clanes lleven esas manchas. Algunos expertos creen que sus propios círculos cercanos pueden alimentar la idea del suicidio, precisamente para quedar limpios. Otro factor que contribuye es el rápido crecimiento económico y la presión social por el éxito profesional. Por el contrario, en las comunidades con mayor porcentaje de creyentes, especialmente musulmanes y cristianos, el índice de suicidios es menor.

He encontrado menos información sobre Vietnam. De hecho, al buscar en google, lo que encuentro son decenas de páginas sobre suicidios de veteranos americanos de la Guerra de Vietnam. Parece que fue altísimo durante la guerra y lo ha sido después. Sospecho que en esos casos, la desesperación, y no el honor o salvar la cara, fue el detonante.

Perdonad por esta entrada tan tétrica. Seguiré investigando si este es un problema grave en Viet Nam.

[Nota: en la búsqueda he descubierto que en 2009 se batió el récord de suicidios en el Ejército de EE.UU. como consecuencia de los conflictos en Iraq y Afganistán.]

lunes, 18 de octubre de 2010

Resurrección

No os preocupéis, no me refiero a mí, sino a este blog, más muerto que vivo en los últimos meses. Perdonad por la ausencia, pero desde agosto no he parado: viaje en moto por el centro del país, entrevistas de selección, viaje a Beijing, traducción al español del informe de Vietnam y múltiples visitas. Prometo dar vida al blog a partir de ahora.

Hace dos semanas se cumplió el primer aniversario de nuestra llegada a Hanoi. No voy a caer en tópicos sobre lo rápido que pasa el tiempo cuando uno está viviendo fuera, pero es un buen momento para pararse, mirar hacia atrás y hacer balance. Desde aquel primer descubrimiento de los fantasmas vietnamitas hasta la aventura en moto con Thiet, he tenido la suerte de poder viajar y de comenzar a entender algo de este mundo vietnamita tan alejado (y, a veces, tan cercano) del nuestro. Como pasa con algunas obras musicales que no nos emocionan las primeras veces que las escuchamos, pero que, si insistimos, comienzan a descubrirnos matices que las convierten en maravillosas, incluso mágicas, así se han revelado los vietnamitas. Me parecían duros, avaros y cotillas. Sin embargo, hoy me tratan con cariño cuando hablamos en vietnamita -y avisan a todos los viets que hay alrededor de que yo hablo vietnamita-, me asombra su disciplina y su capacidad de trabajo, bromeo con ellos cuando me enfrento a mi enésimo regateo, y descubro que, además de hacer preguntas personales, están igualmente dispuestos a compartir contigo sus respuestas, algunas de ellas nada banales. Ojalá este estado de ánimo, esta predisposición, me acompañe durante este segundo año.

Mientras escribía el post me acordé de unas palabras de Carlo María Martini, antiguo arzobispo de Milán, que no he logrado localizar en google, pero que venía a decir algo así como que debemos aspirar a conocer a los que nos rodean hasta el extremo, incluidos sus defectos, y, sin embargo, amarles. Lo repetiré para que no se me olvide.

miércoles, 25 de agosto de 2010

La alegría de un hola

Huyên y Phường salieron en la foto, pero podría haber sido Túm, Linh o cualquiera de las decenas de niñas y niños que me han saludado con todas sus fuerzas gritando ¡¡¡helllooooooo!!! La mayoría no sabe decir en inglés nada más que ese cariñoso y entregado, hello.
Si el interlocutor decide responderles recibirá entonces una sonrisa única, especial, como la de Phường en la foto, ocultando un diente a medio salir. Es el agradecimiento puro, el de una niña que no espera nada a cambio. Son las maravillas de un simple hello. Ojalá fuéramos capaces de gritar como ellas o, cuando menos, supiéramos reconocer siempre la belleza de ese grito infantil.

martes, 24 de agosto de 2010

¿Cuánto ganas?

Nadie en España se atrevería a hacer una pregunta semejante, mucho menos a un extraño. En Vietnam, sin embargo, es muy habitual preguntar eso, incluso a desconocidos. En mis viajes he descubierto cuánto gana una señora con su plantación de pimienta, un hombre que pule y talla raíces de árboles que convierte en mesas laqueadas o un norteño recogiendo goma de los cauchos. Ninguno dudó si quiera en responder.
¿Por qué nos provoca pudor esa pregunta a los occidentales y es tan normal aquí?
En parte, sospecho que tiene que ver con el distinto concepto de la privacidad. Los vietnamitas se permiten entrar en cualquier casa para verla, asomarse en cuanto una puerta queda entreabierta, ocupar lo que nosotros consideramos espacio personal de otro o agarrarte del brazo sin permiso. En mis viajes, he parado y entrado en decenas de casas y negocios para preguntarles por su trabajo, su familia, su vida o cualquier detalle que nosotros reservaríamos sólo a unos pocos amigos cercanos.
Por otra parte, recientemente se me ha ocurrido otra explicación: la religión. Para los vietnamitas (y los chinos) el dinero es un símbolo de fortuna en la vida. El dinero forma parte de la cultura, de las conversaciones habituales. Hasta los edificios se pintan de amarillo. En occidente, somos materialistas, pero el dinero lo asociamos a algo malo, pecaminoso, posiblemente por reminiscencias del cristianismo. Nos sentimos culpables de tener dinero, hasta tal punto, que evitamos hablar de él. Se mueve, se gasta, pero no se menciona. Preguntamos cuánto te ha costado un coche o una casa -porque ese dinero ya no es tuyo-, pero no cuánto dinero tienes. Somos materialistas, pero sin dinero.

martes, 27 de julio de 2010

Una semana para recordar la guerra de Vietnam

El 30 de abril de 2010 se celebró el 35º aniversario de la caída de Saigón. Seguramente ningún americano sospechaba entonces que el 24 de julio de 2010 su Secretaria de Estado daría un discurso dando apoyo tácito a Vietnam en su principal contencioso territorial internacional: el reparto de las islas del Sur de Asia con China (puede que tenga algo que ver con probables bolsas de petróleo en esa zona). Como era de esperar, a China no le ha hecho ninguna gracia que Vietnam logre convertir un conflicto bilateral en multilateral. Hoy, el enemigo comunista parece ser un aliado...

Esta semana, varios periódicos publicaron filtraciones sobre la Guerra de Afganistán que recuerdan lo ocurrido hace más de cuarenta años, cuando Daniel Ellsberg filtró documentos que probaban que diferentes administraciones de EE.UU. habían mentido a la opinión pública y al Congreso para justificar la guerra con Vietnam. ¿Se repetirá la historia?

[Estas semanas creo que podéis ver un documental sobre el caso de Daniel Ellsberg en los cines]

martes, 20 de julio de 2010

Paco Martínez Soria o el diplomático vietnamita

Aunque parezca una broma, un alto funcionario del gobierno les pasó las siguientes instrucciones a los miembros de la delegación vietnamita antes de un viaje oficial:

- Compren ropa nueva y no lleven las camisas de todos los días, que están muy desgastadas.

- No laven la ropa en la habitación del hotel y, menos aún, traten de secarla sobre las bombillas. Recuerden que en el último viaje provocamos un pequeño incendio por un calcetín tostado.

- No cocinen los noodles en la habitación ya que luego huele a comida viet por todo el hotel.

[A pesar de las recomendaciones, los funcionarios llevan un cargamento de noodles y utensilios de cocina para prepararse sus pho y sus my xao].

lunes, 12 de julio de 2010

Lágrimas de fútbol

No sé por dónde empezar. Indescriptible.

Uno de mis primeros recuerdos futbolísticos fue la derrota contra Bélgica en penaltis en 1986. Desde entonces, cada Mundial, una nueva ilusión y la misma derrota. Ayer, volví a llorar, como cuando era un niño, sólo que esta vez mamá no tenía que mandarme a mi cuarto para que me tranquilizara.

¡El gol! Creo que lo metimos todos. Dejamos unas décimas de segundo que el balón bajara (parecía que no caería nunca después del control). Nos apoyamos en la pierna izquierda, arqueamos el cuerpo para que balón no se fuera arriba... y con el alma, porque ya no teníamos fuerzas, la reventamos. ¡Qué gol! ¡Qué alegría ganar así, creyendo hasta el último minuto! Me quería subir por una barandilla. Siempre quiero subir más alto, para gritar, para correr, para abrazarme con alguien arriba. No sabía qué hacer. ¿Dónde estaba Carmen (se había ido a la última fila por los nervios)? ¿Y papá? Voy a llamar. No, mejor esperar que da mala suerte celebrar antes de tiempo. ¿Cuánto queda? ¿3 minutos? Ya casi, ya casi...

Después, la emoción de la victoria. Saltos. Teléfonos que comunican. Conversación con los papás. Besos a Carmen...

Los aficionados al fútbol sufrimos las derrotas casi más que nos alegramos por las victorias. El trauma de Bélgica y los penaltis; Yugoslavia y la cabeza de Míchel; Salinas y el codazo de Tassoti; Nigeria y Zubi; el árbitro y Corea; la Francia de Zizou... Esta vez no será así. Voy a leerlo todo, a recordarlo todo. Papá, compra Marca, As, todo. Yo compraré periódicos viets. Celebramos juntos: tú, rojo, contra el sofá; yo, con la vena a punto de explotar, escalando para gritar más alto.

Vuelvo a llorar de fútbol mientras veo repetido el gol:

jueves, 1 de julio de 2010

Niño bueno, niño malo

El niño bueno espera a que sus padres le digan qué puede hacer. No necesita muchas normas, porque, en general, no busca los límites. Pregunta siempre antes de actuar y se asegura de que su padre o su jefe estén de acuerdo. Eso sí, cuando eso ocurre, actúan sin dudarlo. A veces, parecen ser niños durante toda la vida.

El niño malo actúa a menos que su padre o su madre se lo prohiba. Necesita una lista interminable de reglas. Busca los límites de esas reglas. El jefe y el padre se las ven y se las desean para controlarles, para asegurarse de que estudian, de que cumplen... pero, a veces, les sorprenden con su iniciativa.

Los vietnamitas son niños buenos, que no necesitan prohibiciones. Se rigen con una lista de las cosas que SÍ pueden hacer. Lo que queda fuera, no se hace.

Los occidentales somos niños malos, siempre dispuestos a romper las normas, a buscarles las contradicciones. Nos movemos con una lista de las cosas que NO podemos hacer. Lo que no está prohibido, está permitido.

[Reflexión de una pareja occidental-vietnamita. Han vivido en Inglaterra, Estados Unidos y Vietnam.]

viernes, 25 de junio de 2010

¿Cuándo dejamos de llorar?

Leyendo los Tres Reinos me sorprendió la cantidad de personajes masculinos que lloran por diferentes razones: rabia, la muerte de un amigo, vergüenza, alegría o injusticias. Incluso llegué a pensar que los chinos eran muy sensibles, porque lloraban continuamente o amenazaban con quitarse la vida o golpear el suelo con la cabeza. Y, entonces, recordé que en La Ilíada tuve la misma sensación. Lloran todos: Agamenón, Menelao, Patroclo e, incluso, el héroe Aquiles. Homero nos transmite sin reparos el dolor y la tristeza de Aquiles ante la muerte de su amigo Patroclo:

El Pélida, poniendo sus manos homicidas sobre el pecho del amigo, dio comienzo a las sentidas lamentaciones, mezcladas con frecuentes sollozos. Como el melenudo león a quien un cazador ha quitado los cachorros en la poblada selva, cuando vuelve a su madriguera se aflige y, poseído de vehemente cólera, recorre los valles en busca de aquel hombre, de igual modo, y despidiendo profundos suspiros...

Si antiguamente los hombres lloraban sin avergonzarse, ¿por qué ahora no nos lo permitimos? ¿Cuándo nos convencimos de que llorar es una debilidad? ¿Acaso hoy no nos quedan motivos?

martes, 22 de junio de 2010

Los hombres nos volvemos locos con el fútbol

Thành me contaba ayer que los hombres de su vecindario no paran de increpar al gobierno por los continuos cortes de luz. En pleno verano, con las temperaturas disparadas, los aires acondicionados a tope y la generación bajo mínimos, el sistema eléctrico de Ha Noi se colapsa un día sí y el siguiente también. Me contaba, compungida, que algunas vecinas no consiguen que sus bebés duerman o dejen de llorar en toda la noche por el calor.

Sorprendido por la repentina beligerancia de los vietnamitas, le pregunté que por qué estaban tan enfadados con el gobierno.

Thành me respondió, casi sorprendida por mi pregunta: "Están enfadadísimos porque no pueden ver los partidos del Mundial".

Vosotros también...

jueves, 17 de junio de 2010

¿Cómo ven el mundo los chinos?

Estas frases extraídas del libro The Cambridge Illustrated History of China ilustra algunas diferencias de pensamiento y concepción del mundo entre el pensamiento occidental y el chino. Al mismo tiempo que los filósofos griegos construían las bases de nuestra concepción del mundo, los confucianos, legalistas y taoístas chinos hacían lo propio.

- En China asumen que el Universo se creó a sí mismo, sin la intervención de un creador, casi siempre presente en el pensamiento occidental.
- En lugar de centrarse en las causas y los efectos, los filósofos chinos se centran en las conexiones y relaciones entre las diferentes partes.
- Dado que asumen que el cosmos es un todo, los filósofos chinos no explican el mundo usando términos opuestos y excluyentes -vida y muerte; pensamiento y cuerpo; natural y sobrenatural-, sino a través de polaridades complementarias, entre la que destaca el yin y el yang.
- Los filósofos chinos aceptan que la familia es un bien natural, mientras que para la cultura griega la familia se queda en el espacio privado y no se convierte en el centro de la vida social. Los chinos asumen que la familia es el modelo de orden social y político. De ahí su preferencia por un gobernante autoritario, que asume que la obediencia y la jerarquía son tan importantes como dentro de la familia.
- Los pensadores chinos no respetan especialmente las leyes, que no se consideraban como inviolables o nobles. Más importante, no creen que las normas y leyes estén por encima del gobernante.
- Por último, en contraste con otras filosofías orientales, los chinos creen que la vida en este mundo puede mejorar. Esta idea, compartida con el pensamiento occidental, puede explicar el afán de la sociedad china por mirar atrás para mejorar el presente y el futuro.

miércoles, 16 de junio de 2010

67 grados, ¡Ối Giời Ơi!

Todo es relativo. En España no hace calor, simplemente calienta un poco el sol. Ni siquiera en Managua hace calor. Ahí el sol aprieta. Lo de Hanoi, ¡esto sí es calor! Hoy tenemos una sensación térmica de 52 grados. Mañana viernes alcanzaremos el máximo del mes: ¡67 grados! No os podéis imaginar cómo se siente uno. Ni siquiera cuando vas en la moto te alivia el aire. Notas que el sol te quema los brazos. El cuerpo se siente apaleado y el cerebro no responde. Intentaré escribir algo más interesante cuando bajen las temperaturas un poquito y sólo estemos a 40 grados.

Ối Giời Ơi es una expresión vietnamita que podría traducirse por ¡Dios mío! La emplean continuamente.

martes, 8 de junio de 2010

Los hospitales vietnamitas: empresas, corrupción y comunismo

Resulta difícil entender cómo funciona un país comunista como Vietnam. ¿Es como la Unión Soviética? ¿como Cuba? ¿Hay empresas? ¿Es muy distinto a Europa? Incluso viviendo aquí no encuentras respuestas. Ayer, una amiga que trabaja en un hospital público vietnamita me contaba algunas historias increíbles que me ayudaron a entender las perversiones de este sistema Frankenstein (otro día os contaré bondades).

Un hospital acaba de hacer un pedido de más de 20 monitores wireless de la tecnología más avanzada a una empresa japonesa. Mientras, el hospital europeo donde mi amigaba trabajaba sólo disponía de uno de esos monitores. Siendo bien pensados, podríamos asumir que Vietnam trata de avanzar muchos pasos de golpe. El problema es que mientras compran esos equipos de última generación, la dirección del hospital sigue resistiéndose a instalar aire acondicionado en el quirófano para no discriminar a los demás servicios (supongo que para evitar que los cirujanos se aburguesen). Para rizar más el rizo, los que sí disfrutan de aire acondicionado son los que trabajan en la administración y gestión del hospital, es decir, los que deciden que no se instale en el quirófano (ellos no corren peligro de contagio pequeño-burgués).

¿Cómo es posible todo esto? Mi amiga me cuenta que los candidatos para dirigir un hospital ofrecen, como si de una subasta se tratara, entre uno y dos millones de dólares a quien corresponda para ser nombrados. El candidato sabe que los "negocios" con farmacéuticas y demás empresas, le reportarán importantes beneficios que compensarán su generosa oferta.

Curiosa mezcla de retórica comunista, tentaciones capitalistas y corrupción de toda la vida.

viernes, 4 de junio de 2010

¿Qué es lo normal?

Un niño aprende a contar con los dedos en un colegio. Dubitativo, vergonzoso, cuenta con dificultad: un caramelo -dedo índice-, dos caramelos -dedo corazón-, tres caramelos -dedo anular- y se para, inseguro. Uno se imagina que esta escena se repite en todo el mundo y, sin embargo, nada más volver a Vietnam descubro que tampoco hay una manera normal de contar. Un niño vietnamita cuenta: un caramelo -primera falange del dedo índice-, dos caramelos -segunda falange-, tres caramelos -tercera falange- y sigue en el siguiente dedo.

Primera reacción: estos vietnamitas lo hacen mal, no entiendo cómo se les ocurre contar de esa manera tan rara. Sin embargo, lo pienso con calma y se me ocurre que una ventaja de ese sistema es que permite contar más fácilmente números superiores a diez sin perderse. No es ninguna tontería. Es un sistema que copia cada uno de los tramos del bambú, que también usan para contar.

Segundo pensamiento: el asombro de un descubrimiento.Ojalá tuviera siempre los sentidos despiertos, alerta. Desgraciadamente pasado un tiempo, bajamos la mirada, se cierran los oídos y se nos duerme el corazón.

Una pregunta: ¿qué es lo normal? Un amigo me dijo una vez que lo normal en este mundo es ser chino o indio (su población supera los 2.500 millones de personas, un 37 por ciento del total). Tendré que enterarme si ellos cuentan como los vietnamitas. A lo mejor los raros somos nosotros...

miércoles, 5 de mayo de 2010

Nos vemos en Madrid y Salamanca

El sábado 8 de mayo a las 8.00 llegamos a Madrid. Estaremos hasta el 1 de junio.

Tres semanas para disfrutar de la familia, los amigos, las tapas, el jamón, el tráfico con reglas, los coches que no pitan, el cielo ¿azul?, los pasos de cebra, entender lo que te dicen por la calle, los precios fijos, dejar de ser un gigante, los pollos sin cabeza...

martes, 4 de mayo de 2010

¿Campeones de liga?

No hablo del Madrid o del Barcelona, sino de los chicos de Blue Dragon. Quedan tres partidos de liga. Si ganamos los tres, ¡seremos campeones! Ganamos el último partido 4-1 a los terceros. Creo que fue el mejor partido de la temporada: buena colocación, control del centro del campo y muchas ocasiones a favor. Carmen vino a verlo y a hacer fotos. Según dice, sólo se me oía a mí gritar en todo el estadio, a pleno pulmón, las cuatro cosas que sé decir:

Chuyên đi: pasa
sút đi: tira
với số 7: con el número 7
xem đi: mira

Los chicos son tremendamente cariñosos y trato de devolverles el cariño como puedo, aunque a veces te sientes impotente por no poder expresarte correctamente. Pero bueno, sigo intentándolo. Aquí os dejo unas fotos que hizo Carmen:



miércoles, 28 de abril de 2010

Tétricos debates parlamentarios

[Perdonad por la ausencia de tres semanas. Estuve preparando el GMAT, del que me examiné ayer. A partir de ahora, volveré a estar activo.]

No, no os asustéis. No voy a hablar de la política española.

El pasado 20 de abril la Asamblea de Vietnam debatía sobre los mejores métodos de ejecución. ¿Pelotones de fusilamiento o inyección letal? Aparentemente los diputados se preocupan por el bienestar de los condenados a muerte -no, no estoy de coña- y consideran que el pelotón de fusilamiento provoca pánico y problemas psicológicos en los ajusticiados (resulta increíble que un tipo al que van a fusilar tenga problemas psicológicos, ¿verdad?). Bueno, está bien, también les preocupa el coste. La inyección letal es mucho más barata que reunir a unos soldados y malgastar munición así como así. Lamentablemente, estas reformas llevan su tiempo y, por el momento, seguirán usando el método del pelotón de fusilamiento. La salud mental y el ahorro tendrán que esperar.

Antes de que nadie se rasgue las vestiduras pensando en lo brutos que son los vietnamitas, dos recordatorios. Primero, EE.UU. aplica la pena de muerte en la mayoría de los Estados (el único de los países desarrollados). Segundo, en España algunos están intentando abrir el debate de la pena de muerte. ¿Seremos tan cívicos como los vietnamitas? ¿Nos preocuparemos entonces del bienestar mental de los ejecutados?

lunes, 5 de abril de 2010

La ruta de los mercados del norte

Visitamos seis mercados: Dong Van, Meo Vac, Sa Pa, Can Cau, Bac Ha y otro que no sé cómo se llamaba. Conocimos las siguientes minorías étnicas (la mayoría originarias de China): Hmong negros, Hmong de las flores y Dzao rojos.

RUTA
Viernes. Autobús de Ha Noi a Ha Giang - 283 km - Salida 10.15. Llegada 17.45 - Precio: 105.000 VND

Sábado. En moto desde Ha Giang hasta Dong Van - 135 km - 6 horas aproximadamente

Domingo. En moto desde Dong Van hasta Meo Vac (ruta preciosa) - 25 km - menos de una hora

Lunes. En moto desde Meo Vac hasta Ha Giang (camino maravilloso entre desfiladeros) - 140 km - 6 horas

Martes. En autobús desde Ha Giang hasta Lao Cai - Salida 6.30 Llegada 11.30 - 198 km - Precio: 80.000 VND
Martes. En autobús desde Lao Cai hasta Sa Pa - 45 minutos - Precio: 25.000 VND

Jueves. En autobús desde Sa Pa hasta Lao Cai
Jueves. En autobús desde Lao Cai hasta Bac Ha - 80 km - 2 horas normalmente (nosotros tardamos 4) - Precio: 40.000 VND

Sábado. En moto desde Bac Ha hasta Can Cau - 20 km - 45 minutos


Mapa de la ruta

lunes, 29 de marzo de 2010

Un mercado vietnamita

Una motorista hace sonar el claxon durante 20 segundos a medio metro para pedirme paso. Doy un paso a la derecha y choco contra una mujer bajita, a la que no había visto, que carga con su bebé y con un canasto lleno de ropa. Viste una falda multicolor, que podríamos llamar étnica para entendernos. Su bebé apenas asoma la cabeza, bien amarrado a la espalda. En seguida les pierdo de vista, porque alguien me grita: "Jelooouuuu!, Jeloooouuu! Bay samzin from miii, Bay samzin from miiiiiii (es fundamental que esa última i sea prolongada y aguda, y repetirlo dos veces). Sin darme tiempo para reaccionar y menos para responder, la de los gritos me agarra del brazo y me arrastra a su puesto. Es sencillo, cubierto por unos plásticos y levantado con unos maderos, siempre húmedos, como todo en Vietnam. El suelo, de tierra, también mojado por la última lluvia o por la siguiente, nunca se sabe. No para de insistirme en que le compre unos pantalones, una camisa o lo que sea (recordad, bay samzin from mi). Me intenta arrancar una promesa de que, si compro a alguien, le compraré a ella. Ante tanta insistencia, claudico, y prometo algo que seré incapaz de cumplir, no por falta de voluntad, sino porque no consigo diferenciar un puesto de otro.

Llego a la zona de la carnicería, desaconsejada para vegetarianos o personas susceptibles. Un carnicero, sin soltar el cigarrillo, corta ágilmente pero sin especial cuidado la cabeza de un cerdo, que coloca rápidamente encima de la mesa de madera, donde se amontonan pedazos de carne que podrían ser de cualquier animal (no exagero). En la siguiente mesa, completamente empapada de humedad y sangre, se arremolinan unos 20 hombres. Me acerco, curioso. No están interesados en comprar. Colocan una montaña de trozos de tocino, cuidadosamente, como si fuera uno de esos juegos de construir una montaña con distintas piezas que, al mínimo descuido, se vienen abajo. Una y otra vez, los pedazos de tocino, grasientos, resbalan sin dar tiempo al aventurero vietnamita a probar con el machete. Se supone que una vez que esté formada la torre de tocino, tratará de cortar con el machete. Pasan 10 minutos y, aburrido de tanto esperar, me marcho.

Levanto los ojos y me encuentro con un mar de colores en movimiento. Los Viet, Dao, Hmong, corren, chocan. Parece que les gustara, que les diera fuerza. Necesitan correr, abrirse paso a la fuerza. No pueden esperar, aunque no está claro por qué tienen prisa. Deambulo distraído hasta que un olor a alcohol me saca del ensimismamiento y del sueño. Decenas de hombres y mujeres -sí, ellas también- se juntan en pequeños grupos donde disfrutan del licor de arroz, de la conversación, y de las risas. Supongo que, por unas horas del domingo, se olvidan de la dureza de la vida en el campo y disfrutan de la conversación y las risas, azuzadas por el vino de arroz. Muchos de ellos terminan con la cara enrojecida, con una gran sonrisa y con una tortuosa vuelta a casa. Horas después les veía dando tumbos por los caminos de tierra, que les conducían, montaña arriba, a sus comunidades. Hasta el próximo domingo.

Publicidad: mi primer artículo sobre Vietnam

Si no tenéis ninguna otra lectura a mano, hace frío, llueve o, simplemente, queréis saber un poco más sobre la economía de Vietnam, aquí podéis leerlo. Me lo ha publicado el Real Instituto Elcano y analiza la respuesta del gobierno de Vietnam ante la crisis económica.

No bostecéis. Los siguientes posts serán más interesantes (espero).

jueves, 18 de marzo de 2010

Un estreno y un viaje

Una corrección: la película del Acantilado Rojo, basada en la novela de los Tres Reinos, la estrenan esta semana en España (horarios). Así que, si os interesa conocer algo más, podéis ir a verla. Eso sí, sospecho que será como la película de Troya en la que Brad Pitt hacía de Aquiles (sic). Pero bueno, si no queréis leer las 2000 páginas del libro, es una opción entretenida.

Me marcho de viaje al norte de Vietnam durante 10 días. No creo que pueda actualizar el blog. A cambio, prometo escribir nuevas historias sobre mis aventuras a la vuelta.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Kung Fu

Hace tiempo que no escribo sobre el kung fu. Desde los 6 o 7 años hasta los 13 practiqué Karate, un arte marcial japonés. Llegué a ser cinturón marrón, pero lo abandoné al cambiarme de colegio. Ahora, quería aprender, no sólo la técnica, sino la filosofía.

La palabra kung fu proviene del término chino gong fu, que no tiene una traducción literal al castellano. Vendría a ser la búsqueda de la excelencia, mediante la dedicación y la perseverancia. Por tanto, se puede hacer cualquier arte con "gong fu". Se aplica, por ejemplo, a la ceremonia del té o a la caligrafía. Los chinos buscan (o buscaban) la excelencia, dedicando toda su vida, al aprendizaje de la caligrafía o de la ceremonia del té.

Las artes marciales aparecieron en China hace unos 3000 años. En la mayoría de los casos vinculados a los clanes, sectas o ejército. Los estilos actuales se forjaron durante la dinastía Qing, en el siglo III después de Cristo. Prácticamente todas recogen elementos del mundo animal -en el caso del Wing Chun, el que yo practico, puedes "transformarte" en cinco animales: tigre, dragón, garza, serpiente o leopardo- y de la filosofía (hay artes marciales budistas o taoístas). También parece existir un carácter regional: las del norte se caracterizan por el uso de las patadas, mientras que las del sur emplean más los puños.

Me han contado que los monjes aprendían artes marciales para poder controlar su cuerpo con gong fu. Así se preparaban para soportar el rigor de la meditación y otros sufrimientos corporales. [N.A. no he podido contrastar esta explicación. No cuelgo un vídeo practicando la forma del tigre porque todavía me queda algo de dignidad].

lunes, 15 de marzo de 2010

¿Solo un nombre? (China)

"Mi apellido es Zhang; mi nombre, Fei; estilo Yide." Así se presentan los personajes de la novela los Tres Reinos.

¿Qué significa el estilo?
Según he descubierto este fin de semana los chinos recibían un segundo nombre, llamado estilo, cuando alcanzaban la madurez. Antiguamente organizaban una ceremonia cuando el hijo (la hija?) cumplía 20 años. El invitado de gala del cumpleaños o el profesor del hijo eran los encargados de elegir el estilo. Con el tiempo, la norma se fue relajando. Los amigos, hermanos e incluso a los padres podían elegir el estilo, pero nunca uno mismo. El estilo debería ser una exégesis del nombre, debería ayudar a inferirlo. En el ejemplo previo, Fei significa "volar" y Yide significa "la virtud de las alas".

¿Por qué un nuevo nombre?
No querían que se utilizara el nombre de pila. Sólo los padres y los superiores tenían derecho a llamar a un hombre por su nombre de pila. Los amigos, camaradas o compañeros deberían dirigirse a él utilizando el estilo. Por último, la gente de menor rango tendría que emplear el apellido. Un sirviente, por ejemplo, podría ser asesinado si se dirigiera a su señor por el estilo -¡no sería imaginable que le llamara por su nombre!-.

jueves, 11 de marzo de 2010

martes, 9 de marzo de 2010

El Homero chino está en El Escorial

Hace una semana comencé a leer The Romance of the Three Kingdoms. En la introducción, el editor contaba, para mi sorpresa, que el original más antiguo de la novela se encuentra en la Biblioteca de El Escorial (N.A. ya tenéis otra excusa para volver a visitar El Escorial).

En China destacan cuatro grandes novelas clásicas y la más importante de ellas es El Romance de los Tres Reinos. En la cultura china, y por extensión, en Vietnam, Corea y Japón, es tan importante como la Odisea y la Ilíada en Europa. La novela narra el conflicto entre tres reinos chinos durante el siglo III. Durante cientos de años la historia se fue entremezclando con la leyenda, dando origen a distintas novelas u obras de teatro. La novela conocida hoy fue escrita por Luo Guangzhong en el siglo XIV. Todos los chinos conocen esta historia, ya sea porque la han leído, ya sea porque la han escuchado. El comienzo es el siguiente:

"Aquí comienza nuestra historia. El imperio, largo tiempo dividido, debe unirse; largo tiempo unido, debe dividirse. Así ha sido siempre".

Los acobardados por las 2340 páginas del libro pueden buscar en el videoclub -madre mía, ¡qué mayor soy!-, ejem, quiero decir, en el emule, la película Red Cliff o La batalla del desfiladero rojo.

jueves, 4 de marzo de 2010

Camboya, colonia de...

"Camboya es un país pequeño. Y deberíamos mantenerlo como a un niño. Nosotros seremos su madre; su padre será Tailandia. Cuando un niño tiene problemas con su padre, puede superar el dolor abrazando a su madre. Cuando el niño está enfadado con su madre, puede correr a abrazar a su padre".

¿Quién dijo eso? ¿Un Primer Ministro francés? ¿Su representante en Indochina? No. El Emperador vietnamita Gia Long en el siglo XIX. Resulta chocante leer textos de la época y ver con qué superioridad hablaban los vietnamitas de los camboyanos. Este es otro ejemplo. Una carta dirigida por el emperador Truong Minh Giang a su representante en Camboya:

"Los bárbaros (en Camboya) se han convertido ahora en mis hijos, y tú debes ayudarles, y enseñarles nuestras costumbres... He oído, por ejemplo, que su tierra es muy fértil, y que tienen muchos bueyes... pero que esa gente no tiene el conocimiento avanzado agrícola, así que siguen usando azadas en lugar de arar con bueyes... Todos esos problemas se deben a la vagancia de los camboyanos. Así que debes hacer lo siguiente: enséñales a arar con bueyes, a recolectar más arroz... Y en cuanto al idioma, deben aprender a hablar vietnamita, [...] nuestros hábitos de vestimenta y nuestro protocolo en la mesa (los camboyanos, como los indios, comen con las manos). Si existe cualquier costumbre bárbara o desfasada que pueda ser simplificada o eliminada, hazlo sin dudarlo".

Pero, igual que tenían claro que los camboyanos eran sus hijos, los vietnamitas sabían que China era su temido padre, el que les trataba a ellos como bárbaros (por no conocer las enseñanzas de Confucio). De hecho, durante el siglo XIX, las relaciones de vasallaje eran habituales en el Sudeste asiático. Los vietnamitas pagaban un impuesto a China y los camboyanos hacían lo propio con los vietnamitas.

Así que cuando llegaron los franceses, no debió resultarles demasiado raro el tono de superioridad... Eso sí, los vietnamitas, a diferencia de los camboyanos, hicieron lo que han hecho a lo largo de su historia: enfrentarse con sus padres.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Un Vietnam resacoso

Han pasado más de dos semanas del nuevo año lunar y, sin embargo, Vietnam sigue de vacaciones, celebrando. La gente continúa visitando las pagodas, con ofrendas de mandarinas y mangos, recordando a sus ancestros, pidiéndoles protección, suerte, salud y dinero, mucho dinero. Las casas en construcción todavía están paradas y el Primer Ministro ha tenido que recordar a los funcionarios que las vacaciones terminaron y ha pedido que vuelvan a sus puestos de trabajo. Parece que es una máquina enorme, pesada, que se paró completamente durante dos semanas (antes cerraban hasta los hoteles y restaurantes) y que ahora cuesta poner en funcionamiento de nuevo.

P.D. Para los mal pensados, los vietnamitas no vuelven a parar en todo el año. Una vez pasado el Têt, no se atreven a coger vacaciones.

domingo, 21 de febrero de 2010

Ellos, Rudyard Kipling

Este post no explica nada sobre Vietnam. Me limito a compartir un relato de Kipling que me ha atrapado estas últimas dos semanas. Os recomiendo leer el libro de Kipling publicado en Acantilado. A los bilingües, os dejo la versión original. La traducción no es ni mucho menos perfecta.

Disfrutad el relato.

Ellos, Rudyard Kipling

Un paisaje me llevaba a otro; la cima de una colina, a otra cercana, en la mitad del condado, y ya que no tenía más dificultad que empujar una palanca dejé que el condado fluyera bajo mis ruedas. Los llanos del este tachonados de orquídeas dieron paso al tomillo, los acebos y la hierba grisácea de los promontorios calizos del sur; y éstos a los maizales feraces y las higueras de la costa baja, donde a lo largo de veinticinco kilómetros inalterables se lleva a mano izquierda el batir de la marea ; y cuando por último torcí tierra adentro a través de un racimo de colinas redondeadas y bosques me encontré con que había perdido todos mis puntos de referencia. Más allá de la mismísima aldea que presume de ser la madrina de la capital de Estados Unidos, encontré villorrios perdidos donde las abejas, lo único despierto, zumbaban alrededor de tilos de veinticinco metros de altura que se cernían sobre grises iglesias normandas; arroyos milagrosos que se deslizaban bajo puentes de piedra construidos para un tráfico más pesado que el que jamás volvería a hollarlos; graneros diezmales más grandes que sus respectivas iglesias, y una vieja fragua que pregonaba con voz potente haber sido antaño una sala de los templarios. Encontré gitanos en un ejido donde la aulaga, el brezo y el helecho decidían su predominio en una batalla de más de un kilómetro de calzada romana; y algo más lejos espanté a un zorro rojo que se revolcaba a la manera de los perros bajo la luz desnuda del sol.

Viéndome encerrado entre colinas boscosas me erguí dentro del auto para orientarme y busqué aquel gran promontorio cuya cima anillada es como un mojón para ochenta kilómetros a la redonda de comarcas bajas. Por la estructura del terreno juzgué que acabaría dando con alguna carretera que discurriese, rumbo al este, hasta sus pies, pero no había contado con el velo desorientador de los bosques. Una curva cerrada me sumergió primero en un verde terreno rebajado repleto de líquida luz solar, y después en un túnel lóbrego donde las hojas muertas del año anterior formaron un alboroto de susurros alrededor de mis neumáticos. Los vigorosos avellanos que se entrecruzaban sobre mi cabeza llevaban por lo menos dos generaciones sin ser podados, y ni una sola hacha había ayudado al roble y al haya, podridos de musgo, a retoñar por encima de ellos. Aquí la carretera se convirtió francamente en una vereda alfombrada sobre cuyo terciopelo pardo brotaban como jade matas de prímulas marchitas, y unas cuantas campánulas azules cabeceaban al unísono, enfermizas, sobre sus tallos blancos. Como la pendiente me era favorable apagué el motor y me dejé llevar entre la hojarasca, esperando a cada momento encontrarme con algún guardabosques; pero no oí más que un grajo, a lo lejos, disputando con el silencio bajo el crepúsculo de los árboles.

El sendero seguía bajando. A punto estaba de invertir el sentido de la marcha y hacer un esfuerzo para volver en segunda antes de ir a dar en una ciénaga, cuando vi luz solar a través de la maraña de vegetación que me cubría y solté el freno.

Cuesta abajo de nuevo. Como el sol me daba en la cara, mis ruedas delanteras invadieron el césped de una gran pradera silenciosa de la cual surgían jinetes de tres metros de altura blandiendo lanzas, monstruosos pavos reales y elegantes doncellas de honor con la cabeza redondeada –azules, negras y relucientes–, todo ello en tejo recortado. Al otro extremo de la pradera –las tropas arbóreas de los bosques la sitiaban por tres lados– se alzaba una antigua casa de piedra cubierta de liquen y trabajada por la intemperie, con ventanas con parteluz y un tejado de color rojo rosado. Estaba flanqueada por muros semicirculares, también de color rojo rosado, que cerraban la pradera por el cuarto lado, y a sus pies crecía un seto de boj de la altura de un hombre. En el tejado había palomas que rondaban las esbeltas chimeneas de ladrillo, y tuve un atisbo de un palomar octogonal detrás del muro de defensa.

Allí, entonces, me paré; la lanza verde de un jinete apuntaba a mi pecho; me retenía la belleza excelsa de aquella joya en aquel enclave.

Si no me expulsan por intruso, o si este caballero no se arroja sobre mí”, pensé, “por lo menos Shakespeare y la reina Isabel deberían salir de esa puerta entreabierta del jardín para invitarme a tomar el té”.

Se asomó una niña en una de las ventanas de la planta alta y me pareció que la criaturita saludaba amistosamente con la mano. Pero era para llamar a un compañero, pues enseguida se dejó ver otra cabeza brillante. Oí entonces una risa entre los pavos reales de tejo, y volviéndome para cerciorarme (hasta entonces había estado observando sólo la casa) vi la plata de una fuente tras un seto erigido contra el sol. Las palomas del tejado arrullaban al agua arrulladora; pero entre las dos melodías me llegó la risita de felicidad total de un niño entregado a alguna pequeña travesura.

La puerta del jardín –roble macizo encajado en la robustez del muro– se abrió un poco más: una mujer tocada con un gran sombrero de faena puso los pies despacio sobre el escalón de piedra erosionada, e igual de despacio echó a andar por el césped. Estaba yo pensando en qué excusa dar cuando alzó la cabeza y vi que era ciega.

Lo he oído –dijo–. ¿No es un automóvil?

Me temo que me he equivocado de ruta. Debí desviarme más arriba... Nunca imaginé... –rompí a hablar.

Pero si me alegro mucho. ¡Figúrese un automóvil entrando en el jardín! Es tal acontecimiento... –Se dio la vuelta e hizo como si lanzara una mirada en su derredor–. No habrá... no habrá usted visto a nadie, ¿verdad?

A nadie con quien haya podido hablar, pero a cierta distancia los niños parecían interesados.

¿Qué niños?

Hace nada he visto a un par en la ventana de arriba, y creo haber oído a un chavalillo por aquí por el jardín.

¡Oh, hombre afortunado! –exclamó, y se le iluminó el semblante–. Yo los oigo, por supuesto, pero eso es todo. ¿Usted los ha visto y oído?

Sí –respondí–. Y, si algo entiendo de niños, hay uno que se está divirtiendo de lo lindo ahí en la fuente. Ha huido, supongo.

¿Le gustan los niños?

Le di una o dos razones por las cuales no los odiaba precisamente.

Claro, claro –dijo–. Entonces lo entenderá. Entonces no creerá que estoy mal de la cabeza si le pido que dé con el auto una o dos vueltas por el jardín... muy despacio. Seguro que les encantará verlo. Ven tan pocas cosas, los pobrecitos. Una trata de hacerles grata la vida, pero... –Extendió las manos en dirección al bosque–. Aquí estamos tan apartados del mundo.

¡Será algo espléndido! –dije–. Pero lo que no querría es estropearle el césped.

Se volvió hacia la derecha.

Espere un momento –dijo–. Estamos en la puerta sur, ¿no? Detrás de esos pavos reales hay un sendero de losas. Lo llamamos el paseo de los Pavos Reales. Desde aquí no se ve, me dicen, pero si consigue usted conducir arrimado al borde del bosque podrá doblar cuando encuentre el primer pavo real y meterse en el sendero.

Era un sacrilegio desvelar el sueño de aquella fachada con el estruendo de la maquinaria pero di un giro brusco para evitar el césped, pasé rozando el borde del bosque y me metí en el ancho sendero empedrado donde se hallaba la taza de la fuente como un zafiro astral.

¿Puedo ir yo también? –gritó–. No, por favor, no me ayude. Les gustará más si me ven a mí.

Tanteó el camino hacia la parte delantera del auto, y con un pie en el estribo llamó:

¡Niños, eh, niños! ¡Venid a ver!

La voz habría hecho salir almas extraviadas del Abismo, por el anhelo que matizaba su dulzura, y no me sorprendió oír un grito de respuesta más allá de los tejos. Debía de ser el niño de la fuente, pero en cuanto nos acercamos voló, dejando un barquichuelo en el agua. Vi el destello de su camisa azul entre los jinetes inmóviles.

Con gran majestad desfilamos por todo el paseo y a requerimiento de ella volvimos a hacerlo en dirección contraria. Esta vez el niño había dominado el pánico, pero se mantenía lejos y vacilante.

El muchachito nos está observando –dije–. Me pregunto si le apetecería dar una vuelta.

Son aún timidísimos. Timidísimos. Pero ¡oh, qué afortunado es usted que puede verlos! Escuchemos.

Detuve el motor de inmediato, y la húmeda quietud, grávida con el aroma del boj, nos envolvió como una capa. Oí las tijeras de algún jardinero que podaba; un murmullo de abejas y de voces quebradas que muy bien podían ser de las palomas.

¡Oh, antipáticos! –dijo fastidiada.

Acaso sólo les da miedo el automóvil. La chiquilla de la ventana parece enormemente interesada.

¿Sí? –Levantó la cabeza–. Ha sido un error por mi parte decir lo que he dicho. En realidad me quieren. Es lo único que hace la vida digna de ser vivida: que nos quieran de verdad, ¿no le parece? No me atrevo a imaginar cómo sería este sitio sin ellos. Por cierto, ¿es hermoso?

Creo que es el sitio más hermoso que he visto en mi vida.

Es lo que dice todo el mundo. Yo puedo sentirlo, desde luego, pero no es exactamente lo mismo.

Entonces, ¿usted nunca...? –empecé, pero me interrumpí avergonzado.

No, que yo recuerde. Ocurrió cuando apenas tenía unos meses, me dicen. Y, no obstante, algo sí debo de recordar; de lo contrario, ¿cómo podría soñar en color? En mis sueños veo luz, y colores, pero a ellos nunca. Sólo los oigo, como cuando estoy despierta.

Es difícil ver caras en los sueños. Algunas personas pueden, pero la mayoría no tenemos el don –proseguí, alzando la mirada hacia la ventana donde la niña seguía casi escondida.

También yo lo he oído decir –dijo–. Y me dicen que en sueños nunca se ve la cara de alguien que ha muerto. ¿Es verdad?

Creo que sí, ahora que lo pienso.

Pero usted..., ¿usted ha visto alguna? –Los ojos ciegos se volvieron hacia mí.

Jamás he visto en sueños las caras de mis muertos –contesté.

Entonces debe de ser tan malo como ser ciego.

El sol se había sumergido detrás de los bosques y las largas sombras iban apoderándose de los jinetes insolentes uno por uno. Observé extinguirse la luz en el extremo de una lanza cubierta de hojas brillantes y todo el bravo verde intenso diluirse en suave negrura. La casa, aceptando el final de otro día, como había aceptado un centenar de miles ya idos, parecía arraigar más profundamente en su descanso umbrío.

¿Alguna vez lo ha deseado? –dijo después del silencio.

A veces mucho –contesté. La niña había abandonado la ventana en cuanto las sombras se cerraron sobre ella.

¡Ah! Yo también, pero creo que no está permitido... ¿Dónde vive usted?

Justo al otro extremo del condado: a más de noventa kilómetros, y ya tendría que estar regresando. He venido sin los faros grandes.

Pero todavía no está oscuro. Lo noto.

Me temo que lo estará para cuando llegue a casa. ¿Podría mandar conmigo a alguien que me indicara el camino? Estoy totalmente desorientado.

Mandaré a Madden con usted hasta el cruce. Estamos tan apartados del mundo; ¡no me extraña que se haya desorientado! Yo lo guiaré hasta la fachada de la casa; pero irá despacio, ¿verdad?, hasta que salga del jardín. No creerá que digo ninguna tontería, ¿eh?

Le prometo que iré así –dije, y dejé que el auto bajara por su propia inercia por la pendiente del sendero de losas.

Rodeamos el ala izquierda de la casa, cuyas gárgolas de plomo de fundición primorosa bien valían por sí solas todo un viaje; traspusimos un gran arco cubierto de rosales que se abría en el muro rojo y después doblamos hacia la fachada principal de la mansión, que en belleza y majestuosidad superaba a la de atrás, igual que a todas las otras que había visto.

¿Tan hermosa es? –me preguntó melancólica cuando escuchó mis arrebatos–. Y ¿también le gustan las figuras de plomo? Detrás está el viejo jardín de las azaleas. Dicen que éste es un sitio que debieron de construir para los niños. ¿Me ayuda a salir, por favor? Me gustaría acompañarlo hasta el cruce, pero no puedo abandonarlos. ¿Eres tú, Madden? Quiero que le indiques a este señor el camino hasta el cruce. Se ha perdido, pero... los ha visto.

Un mayordomo apareció sin hacer el menor ruido en aquel portento de roble antiguo que debían llamar de la puerta principal, y se deslizó hacia un lado para tomar su sombrero. Ella me miraba con aquellos ojos azules abiertos que no veían nada, y por primera vez advertí que era guapa.

Recuerde –me dijo con sosiego–, si le gustan volverá. –Y desapareció en el interior de la casa.

En el auto el mayordomo no dijo nada hasta que nos aproximamos a la verja de entrada, donde, al atisbo de una camisa azul en un matorral, me desvié generosamente para que el demonio que

impulsa a los niños a jugar no me convirtiera en un infanticida.

Perdone –preguntó de pronto–, pero ¿por qué ha hecho eso, señor?

Por el niño de allí.

¿Nuestro señorito de azul?

Claro.

Corretea mucho. ¿Lo vio usted junto a la fuente, señor?

Oh, sí, varias veces. ¿Doblamos por aquí?

Sí, señor. Y ¿por casualidad no los habrá visto también en la planta alta?

¿En la ventana? Sí.

¿Antes de que la señora saliera a hablar con usted, señor?

Un poquito antes. ¿Por qué está interesado en saberlo?

Hizo una breve pausa.

Sólo para asegurarme de que... de que ellos habrían visto el auto, señor, porque con niños rondando por aquí, aunque estoy seguro de que usted conduce con especial cuidado, podría producirse un accidente. Sólo para eso, señor. Hemos llegado al cruce. Desde aquí ya no puede perder el camino. Gracias, señor, pero no es nuestra costumbre, no con...

Lo siento –dije, y me guardé la plata británica.

Oh, como norma, es lo que se estila con los demás. Adiós, señor.

Se recluyó en la torre fortificada de su casta y se alejó. Evidentemente era un mayordomo cuidadoso del honor de su casa e interesado, probablemente por mediación de una doncella, en las labores de crianza.

Cuando hube pasado los postes del cruce miré hacia atrás, pero las colinas apeñuscadas se entrelazaban con tanto celo que no fui capaz de distinguir el emplazamiento de la mansión. Cuando pregunté su nombre en una casita que encontré en la carretera, la mujerona que allí vendía confites me dio a entender que los poseedores de automóviles apenas tenían derecho a vivir... y mucho menos a “ir por ahí charlando como quien va en coche de caballos”. No era una comunidad muy afable.

Cuando aquella noche reconstruí mi ruta sobre el mapa adquirí un poco más de sabiduría. Antigua Granja de Hawkin parecía ser la denominación catastral, y la vieja County Gazetteer, por lo común tan exhaustiva, no la mencionaba. La gran mansión de aquellos parajes era Hodnington Hall, georgiana con adornos del primer periodo victoriano, según testimoniaba un horrendo grabado en acero. Trasladé mis dificultades a un vecino –un árbol de profunda raigambre en aquella región– y me dio el nombre de una familia sin ningún poder de evocación.

Más o menos un mes más tarde…, volví, o tal vez fue mi auto quien tomó la carretera en un acto de volición. Pasó los promontorios estériles del sur, se abrió paso entre todos y cada uno de los recodos del laberinto de senderos a los pies de las colinas, se manejó a través de los bosques cercados hasta arriba, impenetrables en la plenitud de su foliación, salió al cruce donde me había dejado el mayordomo, y un poco después desarrolló cierto trastorno interior que me obligó a desviarlo hasta un claro herboso en un bosque de avellanos sumido en el silencio estival. En la medida en que podía estar seguro gracias al sol y a un mapa del estado mayor, aquélla tenía que ser la carretera que flanqueaba el bosque que la otra vez había explorado viniendo de la cima de las colinas. Convertí mis reparaciones en un asunto de auténtica trascendencia, y en un deslumbrante taller mi equipo de herramientas, llaves inglesas, bombas de aire y demás, que esparcí con orden sobre una manta de viaje. Era una trampa para cazar a toda la chiquillería, pues en semejante día, argüí, los niños no debían de andar lejos. Mientras hacía pausas en la labor prestaba atención, pero el verano resonaba tan profusamente en el bosque (aunque las aves se habían apareado ya) que en un primer momento fui incapaz de percibir el paso de unos piececitos cautelosos que se deslizaban sobre la hojarasca. Toqué la bocina a modo de reclamo seductor, pero los pies volaron, conque me arrepentí, pues para un niño no hay mayor terror que el de un ruido imprevisto. Debía de llevar media hora manos a la obra cuando oí en el bosque la voz de la ciega, que gritaba:

Niños, eh, niños, ¿dónde os habéis metido?

Y el silencio se tornó más lento para coronar la perfección del grito. Ella se dirigía hacia mí, medio tanteando el camino entre los troncos de los árboles, y aunque llevaba, al parecer, a un niño pegado a las faldas, al acercarse más éste se escabulló como un conejo en la espesura.

¿Es usted? –dijo–. ¿El del otro extremo del condado?

Sí, soy el del otro extremo del condado.

Entonces, ¿por qué no ha venido por los bosques de las colinas? Ellos estaban allí ahora mismo.

Estuvieron aquí hace unos minutos. Creo que se enteraron de que tenía una avería y vinieron a ver el espectáculo.

No se tratará de algo grave, espero. ¿Cómo se averían los autos?

De cincuenta formas distintas. Sólo que el mío ha escogido la cincuenta y una.

Rió alegremente la pequeña chanza, con carcajada arrulladora y deliciosa, y se echó el sombrero hacia atrás.

Déjeme escuchar –dijo.

Un momento –repuse–, que le traeré un almohadón.

Puso los pies en la manta cubierta de piezas desmontadas y se inclinó sobre ellas con ilusión.

¡Qué cosas tan encantadoras! –Las manos con las que veía exploraron el terreno irregularmente iluminado por el sol–. Aquí hay una caja... ¡y aquí otra! ¡Caramba, las ha acomodado usted como en una juguetería!

Ahora confieso que las saqué para atraerlos. Lo cierto es que no necesito ni la mitad de todo esto.

¡Qué amable por su parte! Oí su bocina desde el bosque de la colina. ¿Dice usted que antes de eso estaban aquí?

Estoy seguro. ¿Por qué son tan tímidos? El chiquillo de azul que venía ahora mismo con usted debería haber superado ya su miedo. Me ha estado observando como un piel roja.

Habrá sido la bocina –dijo–. Oí a uno de ellos pasar por mi lado todo nervioso cuando venía hacia aquí. Son tímidos... mucho, incluso conmigo. –Volvió la cabeza sobre el hombro y gritó de nuevo–: ¡Niños! ¡Eh, niños! ¡Venid a ver!

Habrán ido todos a ocuparse de sus cosas –sugerí, pues a nuestras espaldas se oía un murmullo de voces apagadas salpicado por las agudas risitas súbitas de la niñez.

Volví a mis chapuzas y ella se inclinó hacia adelante, apoyado el mentón en una mano, atento el oído.

¿Cuántos son? –dije al fin. El trabajo estaba terminado, pero no veía razón para marcharme.

Ella frunció un poco el entrecejo, pensativa.

En realidad lo ignoro –dijo sinceramente–. A veces más, a veces menos. Vienen y se quedan conmigo porque los quiero, ya lo ve.

Debe de ser graciosísimo –dije, poniendo un cajón en su sitio, y mientras lo decía reparé en la inanidad de mi comentario.

¿No se estará riendo de mí? –exclamó–. Yo... yo no tengo hijos propios. Nunca me casé. A veces la gente se ríe de mí a causa de ellos porque... porque...

Porque son unos salvajes –afirmé–. No hay por qué soliviantarse. Los de esa ralea se ríen de todo lo que no sea sus satisfechas vidas.

No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo? Es sólo que no me gusta que se rían de mí a causa de ellos. Duele; y cuando una no ve... No querría parecer tonta –dijo, y la barbilla le temblaba como a un niño mientras hablaba–, pero los ciegos sólo tenemos una piel, en mi opinión. Todo lo de fuera nos golpea directamente en el alma. Con ustedes es distinto. Ustedes tienen unas defensas excelentes en los ojos; antes de que alguien pueda herirlos de veras en el alma pueden verlo. Con nosotros la gente se olvida de eso.

Permanecí en silencio, mientras pasaba revista a aquella cuestión inagotable: la brutalidad, no sólo heredada (pues es también escrupulosamente enseñada), de los pueblos cristianos, en comparación con la cual es limpia y mesurada la simple idolatría del negro de la costa occidental. Esto me llevó muy lejos dentro de mí.

¡No haga eso! –dijo de pronto,cubriéndose los ojos con las manos.

¿El qué? Hizo un ademán. –¡Eso! Es... es todo púrpura y negro. ¡No lo haga! Ese color lastima.

Pero ¿cómo diantres conoce los colores? –exclamé, pues eso encerraba toda una revelación.

¿Los colores en cuanto colores? –preguntó.

No. Esos colores que acaba usted de ver.

Usted lo sabe tan bien como yo –dijo riendo–, o de lo contrario no habría hecho esa pregunta. No están en el mundo. Están en usted... cuando se ha puesto tan furioso.

¿Se refiere a algo así como una mancha de un tenue color púrpura, como vino de oporto mezclado con tinta? –dije.

Nunca he visto ni tinta ni oporto, pero los colores no están mezclados. Están separados... bien separados.

¿Se refiere a algo así como rayas y motas negras sobre el púrpura? Asintió.

Sí..., si es que son así. –Y de nuevo trazó un zigzag con el dedo–. Pero es más rojo que púrpura ese color malo.

Y ¿cuáles son los colores que ocupan el primer puesto en... lo que sea que usted ve? Se agachó despacio y trazó sobre la manta la figura del Huevo.

Así los veo –dijo señalando con un tallo de hierba–, blanco, verde, amarillo, rojo, púrpura, y cuando la gente está enojada o es mala, negro sobre rojo... como usted ahora.

¿Quién le habló de estas cosas... en un principio? –pregunté.

¿De los colores? Nadie. Cuando era pequeña preguntaba de qué color eran manteles y cortinas y alfombras, ¿sabe?, porque algunos me lastimaban y otros me ponían contenta. La gente me lo decía; y cuando me hice mayor fue así como vi a las personas. –Otra vez trazó la silueta del Huevo, que sólo a unos pocos nos es dado ver.

¿Todo usted sola? –insistí.

Todo yo sola. No tenía a nadie más. Sólo más tarde descubriría que hay otras personas que no ven los colores.

Estaba recostada en el tronco de un árbol trenzando y des-trenzando tallitos de hierba arrancados al azar. Los niños del bosque se habían acercado. Los veía por el rabillo del ojo jugueteando como ardillas.

Ahora estoy segura de que usted jamás se reirá de mí –prosiguió después de una larga pausa–. Ni de ellos.

¡Por el amor de Dios! ¡No! –exclamé arrancado de golpe a mis pensamientos–. ¡Un hombre que se ríe de un niño (a menos que el niño se ría también) es un pagano!

No era eso lo que yo quería decir, por descontado. Usted nunca se reiría de un niño, pero pensé... antes pensaba... que tal vez sí podría reírse sobre ellos. Conque ahora le pido disculpas... ¿De qué está por reírse?

No salió de mí el menor sonido, pero ella sabía.

De la sola idea de que me pida disculpas. Si usted hubiera cumplido con su deber como pilar del Estado y terrateniente, habría debido denunciarme por violación de propiedad cuando irrumpí en sus bosques el otro día. Fue vergonzoso por mi parte, imperdonable.

Me miró, con la cabeza apoyada en el árbol, larga y fijamente: esta mujer que podía ver el alma al desnudo.

Qué curioso –dijo en un susurro–. Qué curioso de veras.

Pero ¿qué he hecho?

No entiende..., y sin embargo sí entiende los colores. ¿No entiende?

Hablaba con una pasión que nada había justificado, y la miré perplejo mientras se ponía de pie. Los niños se habían reunido en corro detrás de un zarzal. Una cabeza lustrosa se inclinó sobre algo más pequeño, y por la posición de los hombritos deduje que tenía los dedos sobre los labios. También ellos tenían algún terrible secreto infantil. Sólo yo estaba perdido sin ninguna esperanza bajo la luz del ancho sol.

No –dije, y negué con la cabeza como si los ojos sin vida pudieran advertirlo–. Sea lo que fuere, no lo entiendo todavía. Tal vez lo entienda más adelante... si me permite volver.

Volverá –respondió–. Seguro que volverá a pasear por el bosque.

Quizá para entonces los niños me conozcan lo bastante para dejarme jugar con ellos..., como un favor. Ya sabe cómo son los niños.

No es cuestión de favor sino de derecho –replicó, y mientras yo me preguntaba qué querría decir, una mujer desgreñada apareció corriendo en el recodo de la carretera, revueltos los cabellos, rojo el semblante, casi agonizando por la carrera. Era mi gorda amiga maleducada de la confitería. La ciega prestó oídos y avanzó un paso–. ¿Quién es? ¿La señora Madehurst? –preguntó.

La mujer se llevó con violencia el delantal a la cara y literalmente se arrastró por el polvo, lloriqueando que su nieto estaba enfermo de muerte, que el médico de la localidad estaba de pesca, que Jenny, la madre, estaba fuera de sí, y así sucesivamente, con reiteraciones y clamores.

¿Dónde se puede encontrar a otro médico por aquí cerca? –pregunté entre dos paroxismos.

Madden se lo indicará. Vaya a la casa y lléveselo con usted. Yo me ocuparé de esto. ¡Dése prisa! –La ciega sostuvo a medias a la gorda y se la llevó a la sombra. Dos minutos después hacía sonar yo todas las trompetas de Jericó ante la fachada de la Casa Hermosa, y Madden, desde la despensa, acudió a la crisis como un mayordomo y como un hombre.

Un cuarto de hora a velocidad ilegal nos proporcionó un médico después de ocho kilómetros. Otro cuarto de hora después lo depositábamos, interesadísimo en los automóviles, ante la puerta de la confitería, y nos quedamos en la carretera a aguardar el veredicto.

Cosas útiles los autos –dijo Madden, todo hombre y nada mayordomo–. Si hubiera tenido uno cuando la mía enfermó, no habría muerto.

¿Qué ocurrió? –pregunté.

Garrotillo. La señora Madden no estaba. Nadie sabía qué hacer. Recorrí doce kilómetros en un carro de carga en busca del médico. Se había asfixiado cuando volvimos. Este auto la habría salvado. Ahora tendría casi diez años.

Lo lamento –dije–. Sabía cuánto le gustaban los niños por lo que me dijo camino del cruce el otro día.

¿Ha vuelto a verlos, señor... esta mañana?

Sí, pero ven un auto y echan a correr. No logré que uno solo se acercara a menos de veinte metros de él.

Me miró con atención de la misma manera que un explorador examina a un desconocido… no como un sirviente debería alzar la vista ante el superior adjudicado a él por la divinidad.

Me pregunto por qué –dijo mientras respiraba hondo.

Seguimos esperando. Una ligera brisa marina erraba de un lado a otro de la larga sucesión de bosques, y la hierba de la orilla de la carretera, ya blanqueada de polvo estival, se erguía y curva-ba en oleadas cetrinas.

Una mujer, sacudiéndose el jabón de los brazos, salió de la casa contigua a la confitería.

He estado escuchando desde el patio de atrás –dijo con animación–. Dice que Arthur está terriblemente mal. ¿Lo han oído gritar hace un momento? Terriblemente mal. Sospecho que la semana que viene le llegará a Jenny el turno de pasear por el bosque, señor Madden.

Disculpe, señor, pero se le escurre la manta del regazo –dijo deferente Madden. La mujer se sobresaltó, hizo una reverencia y se marchó corriendo.

¿Qué quiere decir con eso de “pasear por el bosque”? –pregunté.

Debe de ser un modismo de estos andurriales. Yo soy de Norfolk –dijo Madden–. En este condado son gente muy independiente. Lo ha tomado por un chófer, señor.

Vi que el médico salía de la casa seguido por una muchacha desaliñada que se colgaba de su brazo como si él pudiera interceder en un pacto con la Muerte.

Estos niños –plañía– son para nosotras, que los tenemos igual que si fueran hijos legítimos. ¡Igual, igual! Y Dios se alegraría tanto si salvara a uno de ellos, doctor. No me lo quite. La señorita Florence le dirá lo mismo. ¡No lo abandone, doctor!

Ya sé, ya sé –dijo el hombre–, pero ahora va a quedarse tranquilo un rato. Traeremos a la enfermera y los medicamentos cuanto antes. –Me hizo una seña para que me acercara con el auto, y yo me esforcé en desentenderme de lo que iba a seguir; pero vi el rostro de la muchacha, cuarteado y helado por el dolor, y noté su mano sin anillo tratando de aferrarse a mis rodillas justo cuando arrancábamos.

El médico era hombre de cierto carácter, pues recuerdo que requirió mi auto amparándose en el juramento de Esculapio, y se valió de él y de mí sin misericordia. En primer lugar trasladamos a la señora Madehurst y a la ciega a casa del enfermo para que lo velaran hasta que llegase la enfermera. A continuación invadimos una bonita población en busca de medicamentos (el médico dijo que se trataba de meningitis cerebroespinal), y cuando el Hospital del Condado, rodeado y flanqueado por reses de mercado asustadas, se declaró carente de enfermeras por el momento, literalmente nos lanzamos sobre todo el condado. Conferenciamos con propietarios de grandes mansiones, magnates al final de arboledas abovedadas cuyas huesudas hembras abandonaban sus mesas de té para escuchar al imperioso doctor. Finalmente, una dama de cabellera blanca sentada bajo un cedro del Líbano y rodeada por una corte magnificente de galgos rusos –todos ellos hostiles a los automóviles– le dio al médico, que las recibió como de manos de una princesa, órdenes escritas que portamos a velocidad máxima durante muchos kilómetros, a través de una hacienda, hasta un convento de monjas francesas, donde recibimos a cambio una hermana pálida y temblorosa. Se arrodilló al fondo del asiento trasero y, empezó a pasar las cuentas de su rosario sin pausa hasta que, utilizando atajos de la invención personal del médico, llegamos a la confitería una vez más. Fue una tarde prolongada repleta de episodios demenciales que se levantaban y disolvían como el polvo de nuestras ruedas; fragmentos de vidas remotas e incomprensibles por las cuales acelerábamos girando en ángulo recto; y volví a casa ya de anochecida, extenuado, y soñé con un fragor de reses cornudas; con monjas de ojos redondos paseando por un jardín de tumbas; con tés deliciosos a la sombra de los árboles; con los corredores pintados de gris, que olían a ácido fénico, del Hospital del Condado; con pasos de niños tímidos en el bosque, y con manos que se aferraban a mis rodillas al arrancar el automóvil.

***

Tenía intención de volver al cabo de uno o dos días, pero al Destino le complugo mantenerme alejado de esa parte del condado, con muchos pretextos, hasta que el saúco y el rosal silvestre dieron su fruto. Llegó al fin un día resplandeciente, despejado por el viento del sudoeste, que me puso las colinas al alcance de la mano: un día de corrientes inestables y altas nubes tenues. Sin mérito alguno por mi parte estaba libre, y por tercera vez conduje el auto por la carretera que ya conocía. Al llegar a las cimas de los promontorios del sur sentí que la suave brisa cambiaba, la vi ponerse vidriosa bajo el sol; y mirando abajo hacia el mar contemplé en aquel instante el azul del canal tornándose de plata bruñida, luego de acero mate y finalmente de peltre deslucido. Un carguero de carbón que bordeaba la costa ponía rumbo a aguas más profundas, y a través de una calina cobriza vi desplegar una vela tras otra en la anclada flota pesquera. En un valle boscoso y profundo a mis espaldas tamborileaba un remolino súbito de viento al abrigo de los robles y levantaba los primeros ejemplares de hojarasca otoñal. Cuando llegué a la carretera de la playa, la niebla marina se extendía sobre el empedrado y la marea contaba a todos los rompeolas el ventarrón que venía de más allá de Ushant. En menos de una hora la Inglaterra estival se desvaneció en un escalofrío gris. Éramos otra vez la isla cerrada del norte, con todos los barcos del mundo vociferando ante nuestras peligrosas puertas; y entre su vocerío sonaban los chillidos de las gaviotas asombradas. Mi gorra rezumaba humedad, los pliegues de la manta la acumulaban en charquitos o la vertían en hilillos, y la escarcha salada se me adhería a los labios.

Tierra adentro, el aroma del otoño impregnaba la niebla espesa entre los árboles, y la llovizna se transformó en un chaparrón continuo. No obstante, las flores tardías –la malva de la orilla del camino, la escabiosa del campo y la dalia del jardín– manifestaban un poco de alegría entre la bruma, y, en todo cuanto quedaba lejos del soplo del mar, pocos signos de falta de lozanía se observaban entre las hojas. En las aldeas, de todos modos, las casas estaban abiertas de par en par, y niños de piernas desnudas y cabeza descubierta se sentaban a sus anchas en los húmedos escalones de los portales para gritar “pip-pip” al forastero.

Me armé de valor para llamar a la puerta de la confitería, donde la señora Madehurst me recibió con las lágrimas hospitalarias de una mujer gorda. El hijo de Jenny, dijo, había muerto dos días después de la llegada de la monja. Mejor así, creía ella, mejor sin él, a pesar de que las compañías de seguros, por motivos que ella no pretendía comprender, rehusaban asegurar vidas tan extraviadas. Gracias a la señorita Florence, el niño había tenido un entierro con una pompa que, en opinión de la señora Madehurst, tapaba con creces la pequeña irregularidad de su nacimiento. Describió el ataúd, por dentro y por fuera, el coche fúnebre de cristales y el ornato de siemprevivas de la tumba.

Pero ¿cómo está la madre? –pregunté.

¿Jenny? Oh, lo superará. Yo tuve que pasar lo mismo con uno

o dos de los míos. Lo superará. Ahora pasea por el bosque. –¿Con este tiempo? La señora Madehurst me miró desde detrás del mostrador entrecerrando los ojos.

No lo sé, pero es algo que abre el corazón, ¿sabe usted? Sí, abre el corazón. Allí es donde perder y concebir se vuelven a la larga la misma cosa, decimos nosotros.

Ahora bien, la sabiduría de las viejas matronas es mayor que la de todos los Padres, y este último oráculo me dejó tan profundamente reflexivo mientras enfilaba la carretera que a punto estuve de atropellar a una mujer y a un niño en la boscosa revuelta próxima a la verja de entrada de la Casa Hermosa.

¡Qué mal tiempo! –exclamé, disminuyendo la marcha para coger la curva.

No es tan malo –replicó con placidez la mujer saliendo de la niebla–. El mío está acostumbrado. Los de usted estarán dentro, supongo.

Dentro, Madden me recibió con cortesía profesional y un amable interés por la salud del automóvil, el cual llevó a cubierto.

Aguardé en un salón silencioso de color nuez, adornado con bonitas flores tardías y caldeado por un fuego de leños delicioso: un sitio de buenos auspicios y gran paz. (Los hombres y las mujeres pueden a veces, tras grandes esfuerzos, hacer creíble una mentira; pero una casa, que es su templo, no puede decir nada que no sea la verdad sobre quienes han vivido en ella.) Un carrito de juguete y una muñeca descansaban en el suelo blanco y negro, donde había una alfombra arrugada. Comprendí que los niños acababan de huir –casi seguramente para esconderse– por los múltiples recodos de la gran escalera de madera labrada que ascendía sin claudicaciones desde la sala, o para espiarme agazapados tras los leones y rosas esculpidos de la galería de la planta alta. Oí entonces la voz de ella desde arriba cantando como cantan los ciegos, con el alma:

En los hermosos huertos cercados.

Y todo mi primer verano acudió de nuevo bajo esa invocación.

En los hermosos huertos cercados pedimos a Dios que bendiga nuestras ganancias. Pero que Dios bendiga nuestras pérdidas es más propio de nuestra condición.

Prescindió del ripioso verso quinto y repitió:

¡Es más propio de nuestra condición!

La vi apoyada en la galería, con sus enclavijadas manos blancas como una perla contra el roble.

¿Es usted... el del otro extremo del condado? –llamó.

Sí, yo, el del otro extremo del condado –respondí riendo.

Cuánto tiempo se ha tomado para volver. –Bajó deprisa la escalera, tocando apenas con una mano el ancho pasamanos–. Hace dos meses y cuatro días. ¡Ha pasado el verano!

Quise venir antes, pero el Destino lo impidió.

Lo sabía. Por favor, haga algo con ese fuego. No me dejan tocarlo, pero sé que se está portando mal. ¡Atícelo!

Miré a ambos lados de la profunda chimenea y sólo encontré una estaca de seto medio chamuscada con la cual empujé un leño negro hasta las llamas.

Nunca lo apagamos, ni de noche ni de día –dijo a modo de explicación–. Por si llega alguien con los pies helados, ya sabe.

Es aún más bonita por dentro que por fuera –murmuré. La luz roja se derramó en todos los paneles de madera oscura pulidos por el tiempo, hasta que las rosas Tudor y los leones de la galería cobraron color y movimiento. Un antiguo espejo convexo rematado por un águila conjugaba los elementos del cuadro en su corazón misterioso, deformando todavía más las ya deformadas sombras y curvando las líneas de la galería en las curvas propias de un barco. El día se cerraba en un medio vendaval en tanto que la niebla se deshacía en flecos. A través de los parteluces sin cortinas del amplio ventanal veía yo los valientes jinetes de la pradera retrocediendo y avanzando ante el viento que los escarnecía con legiones de hojas muertas.

Sí, debe de ser bonita –dijo–. ¿Le gustaría recorrer la casa? Todavía hay luz suficiente.

La seguí por la impávida escalera, ancha como un vagón, a la galería, donde abrió las puertas isabelinas de estrías finas.

Vea a qué baja altura están los picaportes, por mor de los niños. –Abrió una puerta liviana hacia el interior de una habitación.

A propósito, ¿dónde están? –pregunté–. Hoy ni siquiera los he oído.

No respondió enseguida. Luego repuso con suavidad:

Yo sólo puedo oírlos. Ésta es una de sus habitaciones; todo está dispuesto, vea.

Indicaba una habitación toda revestida de gruesos paneles de madera. Había mesitas plegables bajas y sillas de niño. Delante de una casa de muñecas, con la fachada medio despegada, había un gran caballo de balancín, moteado, desde cuya silla almohadillada cualquier niño podría cubrir de un salto el espacio hasta el asiento amplio de la ventana que miraba a la pradera. Una escopeta de juguete yacía en un rincón al lado de un cañón de madera dorada.

Seguramente se acaban de ir –susurré. En la luz menguante

crujió una puerta con cautela. Oí el frufrú de un vestido y el golpeteo de unos pies... unos pies veloces que cruzaban otra habitación.

Lo he oído –exclamó triunfante–. ¿Y usted? Niños, eh, niños, ¿dónde estáis?

La voz resonó en las paredes, que la sostuvieron amorosamente hasta la última nota perfecta, pero no se oyó ningún grito de respuesta como el que yo había oído en el jardín. Corrimos de una habitación a otra por pisos pavimentados de roble; un peldaño arriba aquí, tres peldaños abajo allá, entre un laberinto de pasillos, burlados siempre por nuestra presa. Era como si hubiéramos tratado de invadir una madriguera abierta de conejos con un solo hurón. Había bocas innumerables, huecos en las paredes, alféizares de ventanas hundidas en lo más hondo, desde donde podían ponerse en pie de un salto a nuestras espaldas; y chimeneas que no se usaban, cavadas dos metros dentro de la mampostería, así como una maraña de puertas de comunicación. Sobre todo, ellos tenían el crepúsculo como aliado suyo en nuestro juego. Habían llegado a mis oídos una o dos jocosas risitas evasivas, y una o dos veces había visto la silueta de un vestido infantil recortada contra una de las ventanas en penumbra en el extremo de un pasillo; pero regresamos a la galería con las manos vacías, justo cuando una mujer de edad madura colocaba una lámpara en su hornacina.

No, yo tampoco la he visto esta tarde, señorita Florence –la oí decir–, pero ese tal Turpin dice que desea verla por lo de su establo.

Oh, seguro que el señor Turpin está apuradísimo por verme. Dígale que pase al salón, señora Madden.

Miré abajo hacia el salón, cuya única iluminación era el fuego mortecino, y en lo profundo de la sombra los vi por fin. Debían de haber bajado sin hacer ruido mientras nosotros recorríamos los pasillos, y ahora se creían perfectamente ocultos detrás de un biombo antiguo de cuero dorado. Con arreglo a la ley de los niños, mi persecución infructuosa valía como una presentación en regla, pero en vista de las molestias que me había tomado resolví obligarlos a salir recurriendo al sencillo truco, que los niños detestan, de fingir no hacerles caso. Estaban cerca, en un corrillo: nada más que sombras excepto cuando una breve llamarada delataba uno de sus perfiles.

Y ahora tomaremos un poco de té –dijo–. Me parece que debí ofrecérselo antes, pero una nunca llega a saber lo que son los modales, en cierta medida, cuando vive sola y es considerada... mmm... peculiar. –Y con sorna evidente añadió–: ¿Quiere una lámpara para ver lo que come?

El fuego de la chimenea es más agradable, me parece. –Descendimos a aquella penumbra deliciosa y Madden sirvió el té.

Tomé asiento de espaldas al biombo a fin de poder pillar, o ser pillado, según se desarrollara el juego, por sorpresa a los niños, y, con el permiso de mi anfitriona, pues el fuego del hogar siempre es sagrado, me agaché para remover las brasas.

¿De dónde saca estos leños cortos tan preciosos? –pregunté ociosamente–. ¡Pero si son tarjas!

Pues claro –dijo–. Como no puedo leer ni escribir he tenido que volver a las antiguas tarjas inglesas para mis cuentas. Déme una y le diré lo que pone.

Le alcancé una tarja de avellano que aún no había ido a parar al fuego, casi de treinta centímetros de largo, y ella deslizó el pulgar por las muescas.

Ésta es la partida de leche para la granja correspondiente al mes de abril del año pasado, en galones –dijo–. No sé lo que habría sido de mí sin las tarjas. Uno de mis antiguos guardabosques me enseñó el sistema. Ahora resulta anticuado para todo el mundo; pero mis arrendatarios lo respetan. Acaba de llegar para verme uno de ellos. Oh, no se preocupe. Él nada tiene que hacer aquí fuera de las horas de despacho. Es un hombre codicioso e ignorante… muy codicioso, o de lo contrario… no vendría aquí después del anochecer.

¿Posee usted muchas tierras, pues?

Sólo unas ochenta hectáreas dependen personalmente de mí, a Dios gracias. Las otras doscientas cuarenta están casi todas arrendadas a familias que conocieron a mi familia antes que a mí, pero este Turpin es completamente nuevo..., y un salteador de caminos.

Pero ¿está usted segura de que no seré...?

Ciertamente no. Usted está en su derecho. Él no tiene niños.

¡Ah, los niños! –dije, y deslicé hacia atrás mi silla baja hasta casi tocar el biombo que los ocultaba–. Me pregunto si saldrán a conocerme.

Hubo un murmullo de voces –la de Madden y otra más grave– en la baja y oscura puerta lateral, y un gigantón pelirrojo con polainas de lona, ejemplar inequívoco de granjero arrendatario, entró dando un traspié, o bien de un empujón.

Acérquese al fuego, señor Turpin –dijo ella.

Si... si no le importa, señorita, prefiero… prefiero quedarme junto a la puerta. –Se aferró al picaporte mientras hablaba, como un niño aterrado. De improviso me di cuenta de que era presa de un pánico casi indominable.

Y bien?

El establo nuevo para las reses jóvenes: sólo quería hablarle de eso. Estas primeras tormentas de otoño no cesan... pero ya volveré otro día, señorita. –Sus dientes no castañeteaban mucho más que el picaporte.

Me parece mejor que no –repuso ella llanamente–. El establo nuevo... mmm... ¿Qué le escribió mi apoderado el día quince?

Yo... pensé que tal vez si venía a verla.., de hom... de hombre a hombre, señorita.., pero...

Sus ojos recorrían todos los rincones de la sala, desorbitados de espanto. Entreabrió la puerta por donde había entrado, pero luego la vi cerrada otra vez: desde afuera y con firmeza.

Mi apoderado le escribió lo que yo le dije que escribiera –prosiguió–. Ya tiene usted reses en exceso. Dunnett’s Farm nunca mantuvo más de cincuenta terneros, ni siquiera en tiempos del

señor Wright. Y él estercolaba. Usted tiene sesenta y siete y no estercola. Ha incumplido el contrato a ese respecto. Le está chupando la sangre a la granja.

Yo... yo voy a traer fertilizantes.., superfosfatos... la semana próxima. Ya he pedido que me manden un carro lleno. Mañana iré a la estación de carga para arreglar eso. Puedo venir después a verla de hombre a hombre, señorita, a la luz del día... Este caballero no se marcha, ¿verdad? –Casi lo gritó.

Yo me había limitado a deslizar la silla un poco más atrás, hasta tocar ligeramente el cuero del biombo, pero él saltó como una rata.

No. Por favor, présteme atención, señor Turpin. –Ella se volvió hacia él en su asiento y se enfrentó mientras él seguía con la espalda contra la puerta. Fue una estratagema vieja y sórdida lo que ella lo obligó a confesar: la construcción de un establo nuevo a expensas de la arrendadora, con lo cual él podría pagar de sobra la renta del año siguiente con el importe del estiércol protegido, como ella dejó claro, después de haber exprimido hasta la médula los pastizales fertilizados. No pude sino admirar la intensidad de su codicia al verlo arrostrar en pro de sus beneficios el pánico que corría goteando por su frente.

Dejé de tocar el cuero –de hecho estaba calculando el coste del establo– y entonces noté las manos suaves de un niño que asían y daban con suavidad la vuelta a mi mano relajada. Así que por fin había triunfado. Dentro de un instante me daría la vuelta y conocería a aquellos vagabundos escurridizos...

Un beso breve acarició el centro de la palma de mi mano: como un regalo que esperase, por una vez, que los dedos se cerraran sobre él: como la señal, toda fe, mitad reproche, de un niño que espera y que no está acostumbrado a la desatención incluso cuando los mayores están más ocupados... un fragmento de un código tácito de tan antigua invención.

Entonces supe. Y fue como si hubiera sabido desde el primer día cuando desde la pradera miré a la ventana de la planta alta.

Oí que se cerraba la puerta. La mujer se volvió hacia mí en silencio y comprendí que ella sabía.

Cuánto tiempo pasó después de esto, no lo sabría decir. Me despabiló un leño que caía, y maquinalmente me levanté para volver a colocarlo en su sitio. Volví luego a mi asiento cerquísima del biombo.

Ahora entiende –susurró ella desde las tupidas sombras.

Sí, entiendo... ahora. Gracias.

Yo... yo sólo los oigo. –Bajó la cabeza y la escondió entre las manos–. No tengo ningún derecho, ¿sabe?... ningún otro derecho. Ni los he concebido ni los he perdido... ¡ni concebido ni perdido!

Alégrese mucho, pues –dije, pues se me había desgarrado el alma.

¡Perdóneme!

Guardó silencio, y yo volví a mi pena y mi gozo.

Fue porque yo los quería tanto –dijo por fin con voz entre-cortada–. Fue por eso, incluso desde el momento en que empezó... antes incluso de que supiera que ellos… que ellos eran todo cuanto tendría alguna vez. ¡Y los quería tanto!

Extendió los brazos hacia la sombra y hacia las sombras dentro de la sombra.

Vinieron porque los quería, porque los necesitaba. Yo... yo debo de haber sido quien los hizo venir. ¿Hice mal, cree usted?

No, no.

Le... le aseguro que los juguetes y... y todo ese tipo de cosas eran una tontería, pero... pero yo misma odiaba tanto las habitaciones vacías cuando era niña. –Señaló la galería–. Y los pasillos todos vacíos... Y ¿cómo habría podido tolerar que la puerta del jardín permaneciera cerrada? Suponga que...

¡No! ¡Por piedad, no! –grité. El crepúsculo había traído una lluvia fría con ráfagas ventosas que tiraban de las ventanas emplomadas.

Y lo mismo con lo de tener el fuego encendido toda la noche. A mí no me parece tan demencial, ¿y a usted?

Contemplé la gran chimenea de ladrillo, vi, creo que a través de lágrimas, que no había ningún guardafuego de hierro en la boca ni cerca de ella, y agaché la cabeza.

Hice todo eso y otras muchas cosas... sólo por fingir. Entonces vinieron ellos. Los oía, pero no supe que no eran míos por derecho hasta que la señora Madden me dijo...

¿La esposa del mayordomo? ¿El qué?

A una de ellos.., yo la oí... ella la vio.., y supimos. ¡Suya! No para mí. Yo lo ignoraba al principio. Tal vez estuviera envidiosa. Después empecé a comprender que sólo era porque los quería, no porque... Oh, hay que concebir o perder –dijo lastimera–. No hay otra forma... y, sin embargo, ellos me quieren. ¡Deben quererme! ¿No?

No sonaba en la sala otro ruido que las voces chisporroteantes del fuego, pero los dos oímos abstraídos, y al menos para ella fue consolador lo que oyó. Se rehízo y se incorporó a medias. Yo permanecí sentado inmóvil en la silla al lado del biombo.

No me considere una desgraciada por lamentarme de mí misma de este modo, pero... pero yo vivo sólo en la oscuridad, ya lo sabe, y usted puede ver.

En verdad podía ver, y mi visión me fortaleció en mi resolución, aunque era una verdadera dicotomía de espíritu y carne. Sin embargo, quise quedarme un poco más porque era la última vez.

¿Cree usted que está mal, pues? –preguntó con intensidad, aunque yo no había dicho nada.

En su caso no. Mil veces no. En su caso está bien... No hay palabras para expresarle mi gratitud. En mi caso estaría mal. Únicamente en mi caso...

¿Por qué? –dijo, pero se pasó la mano por la cara igual que en nuestro segundo encuentro en el bosque–. Ah, ya veo –continuó sin más, como un niño–. En su caso estaría mal. –Y con una risita contenida añadió–: Y ¿se acuerda?, yo lo llamé hombre afortunado... una vez… al principio. ¡A usted, que no debe volver aquí jamás!

Permitió que siguiese sentado junto al biombo un rato más, y oí morir el sonido de sus pasos en la galería de la planta alta.