Uno de mis primeros recuerdos futbolísticos fue la derrota contra Bélgica en penaltis en 1986. Desde entonces, cada Mundial, una nueva ilusión y la misma derrota. Ayer, volví a llorar, como cuando era un niño, sólo que esta vez mamá no tenía que mandarme a mi cuarto para que me tranquilizara.
¡El gol! Creo que lo metimos todos. Dejamos unas décimas de segundo que el balón bajara (parecía que no caería nunca después del control). Nos apoyamos en la pierna izquierda, arqueamos el cuerpo para que balón no se fuera arriba... y con el alma, porque ya no teníamos fuerzas, la reventamos. ¡Qué gol! ¡Qué alegría ganar así, creyendo hasta el último minuto! Me quería subir por una barandilla. Siempre quiero subir más alto, para gritar, para correr, para abrazarme con alguien arriba. No sabía qué hacer. ¿Dónde estaba Carmen (se había ido a la última fila por los nervios)? ¿Y papá? Voy a llamar. No, mejor esperar que da mala suerte celebrar antes de tiempo. ¿Cuánto queda? ¿3 minutos? Ya casi, ya casi...
Después, la emoción de la victoria. Saltos. Teléfonos que comunican. Conversación con los papás. Besos a Carmen...
Los aficionados al fútbol sufrimos las derrotas casi más que nos alegramos por las victorias. El trauma de Bélgica y los penaltis; Yugoslavia y la cabeza de Míchel; Salinas y el codazo de Tassoti; Nigeria y Zubi; el árbitro y Corea; la Francia de Zizou... Esta vez no será así. Voy a leerlo todo, a recordarlo todo. Papá, compra Marca, As, todo. Yo compraré periódicos viets. Celebramos juntos: tú, rojo, contra el sofá; yo, con la vena a punto de explotar, escalando para gritar más alto.
Vuelvo a llorar de fútbol mientras veo repetido el gol:
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