lunes, 29 de marzo de 2010

Un mercado vietnamita

Una motorista hace sonar el claxon durante 20 segundos a medio metro para pedirme paso. Doy un paso a la derecha y choco contra una mujer bajita, a la que no había visto, que carga con su bebé y con un canasto lleno de ropa. Viste una falda multicolor, que podríamos llamar étnica para entendernos. Su bebé apenas asoma la cabeza, bien amarrado a la espalda. En seguida les pierdo de vista, porque alguien me grita: "Jelooouuuu!, Jeloooouuu! Bay samzin from miii, Bay samzin from miiiiiii (es fundamental que esa última i sea prolongada y aguda, y repetirlo dos veces). Sin darme tiempo para reaccionar y menos para responder, la de los gritos me agarra del brazo y me arrastra a su puesto. Es sencillo, cubierto por unos plásticos y levantado con unos maderos, siempre húmedos, como todo en Vietnam. El suelo, de tierra, también mojado por la última lluvia o por la siguiente, nunca se sabe. No para de insistirme en que le compre unos pantalones, una camisa o lo que sea (recordad, bay samzin from mi). Me intenta arrancar una promesa de que, si compro a alguien, le compraré a ella. Ante tanta insistencia, claudico, y prometo algo que seré incapaz de cumplir, no por falta de voluntad, sino porque no consigo diferenciar un puesto de otro.

Llego a la zona de la carnicería, desaconsejada para vegetarianos o personas susceptibles. Un carnicero, sin soltar el cigarrillo, corta ágilmente pero sin especial cuidado la cabeza de un cerdo, que coloca rápidamente encima de la mesa de madera, donde se amontonan pedazos de carne que podrían ser de cualquier animal (no exagero). En la siguiente mesa, completamente empapada de humedad y sangre, se arremolinan unos 20 hombres. Me acerco, curioso. No están interesados en comprar. Colocan una montaña de trozos de tocino, cuidadosamente, como si fuera uno de esos juegos de construir una montaña con distintas piezas que, al mínimo descuido, se vienen abajo. Una y otra vez, los pedazos de tocino, grasientos, resbalan sin dar tiempo al aventurero vietnamita a probar con el machete. Se supone que una vez que esté formada la torre de tocino, tratará de cortar con el machete. Pasan 10 minutos y, aburrido de tanto esperar, me marcho.

Levanto los ojos y me encuentro con un mar de colores en movimiento. Los Viet, Dao, Hmong, corren, chocan. Parece que les gustara, que les diera fuerza. Necesitan correr, abrirse paso a la fuerza. No pueden esperar, aunque no está claro por qué tienen prisa. Deambulo distraído hasta que un olor a alcohol me saca del ensimismamiento y del sueño. Decenas de hombres y mujeres -sí, ellas también- se juntan en pequeños grupos donde disfrutan del licor de arroz, de la conversación, y de las risas. Supongo que, por unas horas del domingo, se olvidan de la dureza de la vida en el campo y disfrutan de la conversación y las risas, azuzadas por el vino de arroz. Muchos de ellos terminan con la cara enrojecida, con una gran sonrisa y con una tortuosa vuelta a casa. Horas después les veía dando tumbos por los caminos de tierra, que les conducían, montaña arriba, a sus comunidades. Hasta el próximo domingo.

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