Nguoi Tim Kiem subió al tren de las siete que le llevaría a Hué. Después de recorrer el pasillo del vagón varias veces, decidió entrar en el primero de los compartimentos con un camastro libre. Como si tuviera prisa, una vieja de ojos negros y pelo plateado le espetó: ¿cuántos años tiene?, ¿está usted casado? Un refunfuño y un golpe del viejo de la cama opuesta interrumpieron el interrogatorio. Kiem escaló para ocupar su lugar con cuidado, para no volver a enfadar al viejo, del que sólo pudo ver de refilón su piel amarillenta y su bigote marcial.
Al entrar en su cubículo con dificultad, donde no cabía sentado, notó la madera incrustarse en su cóccix. Antes de que comenzara a lamentarse por elegir la opción mas barata, el chico que dormía encima retomó el cuestionario de la vieja. Le preguntó por su trabajo, por su destino, por su mujer y por su edad. Tras una pausa, agotadas las preguntas, quizás aburridos por sus respuestas, siguieron hablando entre ellos, olvidándose de Kiem.
A todo esto, el tren había arrancado puntualmente. Tras atiborrarse de fritos comprados en la estación, Kiem llamó a su mujer para informarle y darles las buenas noches. Repasó el plan del día siguiente mientras observaba el camarote de plastico color madera, estrecho y con olor a viajero, pero no demasiado sucio. En cuanto apagaron la luz trató de encontrar la postura menos incomoda, metiendo una parte de la manta debajo de su cuerpo. Kiem abrazó su almohada con fuerza y cerró los ojos.
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