Al salir del cine, la lluvia, el frío y el hambre nos empujaron al Jaspas, el bar de fachada negra que queda justo enfrente del cine. La calle Hai Ba Trung estaba sorprendentemente vacía. Sólo nos encontramos unos militares que parecían estar disolviendo alguna actividad inapropiada. En la otra acera, las mujeres del Pho, nos miraban ansiosas, pero sin mucha esperanza de que optáramos por un Pho a la intemperie. Todas las mesas del piso superior estaban ocupadas por buscavidas y hombres de negocios que siguen a la caza de nuevas oportunidades, también por la noche. Nos sentamos en las mesas altas del fondo, prácticamente incrustados contra la barra. Pedimos un pescado rebozado y una pasta maratoniana. Hambrientos, nos terminamos los platos en un santiamén. La pequeña camarera vietnamita nos ofreció un postre sorpresa con más arte que inglés. Entendimos algo parecido al Broné. No sabíamos muy bien si se trataría de un brownie, una creme brulee o vete a saber qué. Finalmente hubo suerte, era una creme brulee. Dimos cuenta de la pequeña ración, ya con ganas de coger la moto de vuelta a casa y pensando en el frío de la vuelta. Nos analizaban las mismas caras de rusos y americanos, de unos cincuenta años, soltando carcajadas, entre tragos de cerveza y miradas a las chicas vietnamitas, las camareras o quien pasara demasiado cerca. En la calle, las mujeres se afanaban en recoger los diminutos taburetes rojos y azules de plástico. Los militares ya habían conseguido que este país fuera un poco más seguro. Nos acercamos al callejón entrecerrado de la Cinemateque en busca de la moto. Afortunadamente aún no habían cerrado. Me di un par de paseos infructuosos: la moto no estaba. Nervioso, se me pasa por la cabeza que nos la hayan robado. Miro al vigilante, también un hombre de unos cincuenta años, pero sin ganas de buscar oportunidades nocturnas o diurnas. El hombre, se me acercó e hizo como si buscara conmigo, como si realmente él supiera qué moto buscaba. Me dijo no sé qué, pero ni siquiera hice el esfuerzo de tratar de entender. Sólo quería encontrar la puta moto. Por fin, a unos cuantos metros de donde la aparqué, me encuentro nuestra Honda Wave, como todas las demás, de no ser por ese rastro blanco que le dejó nuestra pared un día. Le señalé la moto al vigilante, como pidiendo una explicación de por qué estaba ahí. Me miró, se partió de risa y, con el tono de "ya te lo estaba diciendo yo", me sacudió un azote en mi nalga izquierda. No un pequeño cachete, no. Un buen azote.
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