Ante tanta sinceridad, mi pequeño demonio me anima a convertirme en un vietnamita más, aunque sólo sea por un día, por un instante incluso, dejarme llevar por la furia. Decir la verdad. Me levantaría, saldría con el pijama estampado y las pantuflas por la calle, me tomaría una sopa (phở) en el comedor que tenemos detrás de casa, me asomaría, luego, en la primera casa que viera abierta, lo revisaría todo, y, cuando llegara la mujer con cara de sorpresa, le diría: "¡Pero qué pequeña es usted!". El usted hay que mantenerlo, no se pueden perder las formas. Luego, sin darle tiempo a responder, aunque seguramente no lo intentaría, me marcharía. Después, esperaría ansioso a mi amiga, la del pañuelo. En cuanto la viera llegar le diría lo gorda (rất béo) que está, así sin diminutivos. De hecho, no sé si en vietnamita existen los diminutivos. Luego podría seguir con la bajita que es. Sobre su acento alemán al hablar inglés. La ropa, tan poco sofisticada. El pelo, las manos, el bolso, los pendientes, su casco.
¡Uf! Ya me encuentro mucho mejor.
Ahora se me ocurre mirarlo desde el otro lado: si ellos siempre se dicen lo que piensan, ¿cómo no están cabreados todo el día? ¿cómo aguantan que les llamen continuamente gordos, feos o bajos? ¿o que una mujer le diga a su marido que no le gusta su regalo? Nosotros estaríamos de mal humor todo el día. Creemos que la convivencia sería imposible si todos hiciéramos realidad el sueño-pesadilla de mi demonio. ¿Por qué ellos pueden soportarlo? ¿Por qué nosotros no?
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